Reflexiones de una madre anónima en el Día de la Discapacidad
Nacer con una «discapacidad», poco le gustaba esa palabra, no es ninguna suerte, por mucho que la psicóloga del centro base de León se empeñara en venderle los resultados de la evaluación de su hijo. En su caso, era mujer, estaba sola, separada, sin apenas familia ni un apoyo diario cercano.
No le quedó otro remedio que asumir y aceptar la situación, sobre todo porque no había ni hay ninguna solución médica. Ignoró la primera propuesta del neurólogo infantil del Hospital de La Paz, de darle «un hermanito», como si eso solucionara su diagnóstico y decidió ponerse a buscar «soluciones» y terapias más eficaces que no conllevaran planificar el destino de una tercera persona. A partir de ahí, sin mucho tiempo para digerir la situación y con infinitas dudas que sigue teniendo, empieza su particular «serie de catastróficas desdichas».
Al igual que en la película, donde los hermanos Baudelaire se quedan huérfanos tras una desgracia y un pariente cercano, el conde Olaf, trata de robarles la fortuna heredada de sus padres, y la historia de los tres huérfanos va cada vez peor, ella se sintió muy identificada.
Con el diagnóstico, soltado con esa sutil pasivo-agresividad: «cuidado que no os saquen la pasta que total, va a acabar en una residencia», donde sólo le faltó que le dieran el «pésame», no perdió ni un minuto y se puso a buscar soluciones un poco más eficaces que las incoherentes propuestas médicas. Con la ayuda del padre, buscó terapias y estimulaciones que, ¡oh sorpresa!, ninguna era sufragada por seguridad social, ni por ningún organismo dependiente de la Administración. Al verse en esa situación, como quería ver avances lo antes posible y le daba igual pagar 2 que 2.000, el caso es que fuera eficaz.
Empezó a adentrarse en el mundo de la discapacidad, fue conociendo a familias, niños, casos esperanzadores y otros muy complicados, situaciones que jamás creía que viviría, profesionales y padres y madres excepcionales que marcaron mucho su día a día. Y sobre todo, tomó conciencia de lo difícil que lo tienen muchas personas en este país, y de que muchas decisiones políticas han sido más nefastas y peligrosas que los propios déficits.
Ella siempre quiso llevar el asunto de forma muy discreta, por respeto al pequeño y a su privacidad, pero con el paso del tiempo ya no pudo «disimular» las diferencias que empezaban a hacerse más que visibles con el resto de «niños neurotípicos». Al no observarse ninguna malformación física externa, la culpable de todos los males del niño, de su retraso psicomotor, su apraxia y por qué no, también del cambio climático; era ella, esa sombra siempre pegada a su hijo. La gente, poco a poco, comenzó a distanciarse. Las «amigas» dejaron de llamar. Los cumpleaños se redujeron a 1 o 2, con suerte (invita el niño le decían) y ellos, los niños, influenciados por los padres, también lo hicieron, le dejaron de lado con una crueldad injustificable. Comenzaron las miradas inquisitorias, las lastimeras y las condescendientes.
Y problemas, muchísimos problemas, pero no los que podían conllevar las dificultades del niño, que eran una nimiedad comparados con los que les creó la propia sociedad en sí; como si no le perdonaran que quisiera vivir con normalidad, que superara toda esa serie de catastróficas desdichas que tocan a todos y, sobre todo, que su hijo sonriera como aún lo hace, contagiando el buen «rollo» que trae de serie allí donde va. Y se repetía esta pregunta «¿Tanto cuesta entender que la discapacidad psíquica es sólo uno de los 99 problemas restantes que podamos tener, qué somos exactamente igual al resto de mortales?»
Convivir con una discapacidad psíquica no es fácil, no es cómodo, cuesta mucho y puede ser complejo lograr entender a la otra persona, pero asegura que es muy gratificante. Lo que ya no lo es tanto es la continúa pelea que se ha visto obligada a mantener para ir recuperando poco a poco los derechos que les han arrebatado, simplemente por la condición con la que su hijo nació. Poco ha conseguido de lo mucho que esta sociedad debe darle, simplemente ha recuperado algunos derechos, pagando por ello un excesivo coste personal.
La ONU y la Unión europea han tenido que sacar los colores a este país (donde nos gusta protestar por lo que aún no ha pasado) para que se obligue a restaurar el derecho al voto, a respetar y apostar por la inclusión educativa e implantar un cambio de paradigma jurídico para que las personas con discapacidad sean titulares y se respete el derecho a la toma de sus propias decisiones, por poner algunos ejemplos.
El Día Internacional de las Personas con Discapacidad debería avergonzar a esta sociedad que se ha descrito y que crea más discapacidades de las que la propia naturaleza da.
Violet Baudelaire se sujetaba el cabello con un lazo cada vez que quería aclarar su mente e inventaba algo para resolver cada una de sus «desdichas». Ella y muchas personas que ha tenido el privilegio de conocer tienen su lazada hecha y bien firme para seguir adelante y no quieren que les cuenten historias. Leed, informaos, estudiad, aprended, pensad y respetad. Tal vez en un futuro desaparezca esa fecha del calendario.
Sobre el resto de sus aventuras, con una sonrisa en los labios, dice que no sabe a qué esperan en Hollywood o en Netflix para comprar los derechos y hacer su propio remake de Paranormal Activity (hay cosas que no son de este mundo) o de sus propias y divertidas ¡catastróficas desdichas!.
Como dijo Ramón y Cajal: «Diríase que la Naturaleza, como si tuviera conciencia de sus propias injusticias, se complace a menudo en prodigar todos los dones del espíritu a los más humildes seres, por igual abandonados de la fuerza, de la belleza y de la gracia».