Fuego al clero o la quema de raíces
Para las personas que no hemos sido arrastradas por las redes sociales, los mensajes que por ellas navegan tan sólo llegan a nuestro conocimiento cuando, por su supuesta ocurrencia u originalidad, adquieren cierta notoriedad o, utilizando la terminología al uso, cuando se convierten en «trending topic».
Recientemente adquirió ese carácter la locución «Fuego al clero», continuadora de la supuestamente ingeniosa «Arderéis como en el 36», expresiones ambas que, como tantas otras, lo único que revelan es, además de un posible reproche penal, un anticlericalismo centrado de manera exclusiva en la religión cristiana, en particular, en la ortodoxia católica, y es que, como afirmaba Chesterton en una de sus acertadas paradojas, «la única heterodoxia que actualmente no se admite es la ortodoxia».
Sorprende que quien ese tipo de ignominiosos mensajes crea o, en su caso, suscribe o aplaude, normalmente no duda en adherirse a algunas causas loables, ignorando que el fundamento y la más intensa defensa de tales causas justas se encuentra en los propios Evangelios cristianos, en lo que se ha venido a llamar humanismo cristiano.
Y así los seguidores de tales mensajes olvidan que la dedicación y entrega a las personas mayores tiene su origen en el «honrarás a tu padre y a tu madre»; la búsqueda de la justicia distributiva de la riqueza deriva del «para ser perfecto, vende tus bienes y compártelos con los pobres»; la acogida de los inmigrantes tiene su entronque en el «fui peregrino y me acogiste»; la recuperación de los delincuentes a través de su rehabilitación nace en el «perdonad setenta veces siete» y, en fin, la entrega abnegada a los demás procede del sublime «amarás al prójimo como a ti mismo».
Es posible encontrar retazos de esta doctrina humanista en alguna religión o en algún sistema filosófico, pero desde el punto de vista exclusivamente antropológico, sin entrar en su vertiente teológica, el cristianismo alcanza lo más excepcional del humanismo y, aunque haya quien lo olvide, conforma la propia esencia, las raíces más íntimas de lo que llamamos «sociedad occidental».
Así pues, quienes guiados por un rancio anticlericalismo anticatólico pretenden prender «fuego al clero» o, lo que es lo mismo, quemar nuestras raíces cristianas, olvidan que esa quema de raíces calcina lo que nos define como seres humanos y al tiempo delimita nuestro propio comportamiento moral, tanto en el ámbito individual como en el social.
Pero, paradójicamente, a esa patente desorientación en la identificación de cuáles son los fundamentos morales del comportamiento humano, se unen las consecuencias más devastadoras del vigente relativismo del que deriva que no exista más verdad moral que la que procede de la visión individual y subjetiva de la realidad. Sólo es moralmente correcto, lo que «yo» considero que así lo es. Paradigma de ese relativismo moral es la aseveración de una conocida política: «Si hay que desobedecer leyes injustas, se desobedecen», que no sólo echa por tierra uno de los pilares del Estado de Derecho, sino que pone en valor el hecho de que es el individuo, cada individuo, el que está legitimado para calificar de manera absoluta una ley como justa o injusta y, de acuerdo con esa calificación, es él quien puede decidir obedecerla o no.
Tormenta perfecta en la que se unen la ignorancia de nuestras raíces éticas y un atroz relativismo.
Sobre la base de tales presupuestos habrá quien, en base a la mutabilidad de los códigos éticos, pueda entender que ese «fuego al clero», más que un fuego devastador de nuestras raíces esenciales, es tan sólo la quema de unos inservibles rastrojos y, junto a ello, quiera concluir que la conocida sentencia de Protágoras debería ser objeto de revisión, entendiendo que ya no «el hombre» sino que «el capricho de cada hombre es la medida de todas las cosas».
Ahora bien, a los sufridos seguidores de tan exigua doctrina moral habría que advertirles que, entre otras indeseadas consecuencias, tendrán que someterse a aquellos otros que, más pronto que tarde, acabarán reduciendo a ceniza esa exigua doctrina prendiendo fuego a unos códigos de comportamiento que, al no tener raíces que hayan cimentado sólidamente en roca, quedarán sometidos a la fragilidad de su propia inconsistencia.