Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido, escritor
León

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En 1943 José Escudero del Corral, ingeniero de la Escuela Superior de Ingenieros de Montes de Madrid, hizo un estudio/informe sobre Cabrera que sirvió de base a Patrimonio Forestal del Estado para un proyecto de reforestación de montes y montañas cabreireses. El trabajo, excelente a todas luces, reúne 200 páginas bajo este título: Estudio de ‘Las Hurdes leonesas’ (Cabrera Alta y Cabrera Baja). Unos veinte años después del viaje de Alfonso XIII a las Hurdes, cuando ya se habló de que había otras, aquí queda su reflejo entrecomillado. Transcurridos otros veinte, en los años 60 volvió a salir el término, ahora en el titular del clásico libro de Carnicer, que las identifica, explícitamente vinculadas. Es curiosa esta cadencia de los veinte años: cerca de otros veinte se necesitaron para que a principios de los años 80 se emprendieran los proyectos y obras necesarios para sacar a Cabrera definitivamente de la postración.

Para la repoblación el autor propone una serie de especies, aconsejables en las grandes alturas de todos o casi todos los montes de utilidad pública reseñados, 18 en Cabrera Alta y 39 en la Baja: roble, encina, abedul, alcornoque y sobre todo pino, una novedad junto a las otras bien conocidas y ya asentadas. Hace una observación certera: nada de imposiciones, hay que convencer a una gente muy reacia sobre la conveniencia de prescindir de los pastos afectados durante los años necesarios en previsión del valor que esos montes tendrán en su día. De esa forma, concluye, podrían evitarse las quemas y atropellos a las repoblaciones, «a lo que sería muy difícil poner coto, aun montando una guardería amplia». Ya en la década posterior de los años 50, al menos una parte del proyecto, en todo caso importante, se llevó a cabo y, descartado el resto de especies, todos los pueblos tuvieron su plantación de pinos. La obra dio trabajo a centenares de personas, mujeres incluidas, en las diferentes tareas: viveros, transporte, hoyos, etc.

De modo que en los años dichos las plantaciones se hicieron, y hubo guardias forestales en labores de vigilancia, además de la guardia civil, pero tras los veinte años de la fatídica secuencia, la mayoría habían sucumbido al fuego. Pervivieron solo unas pocas plantaciones, testigos del ambicioso y bienintencionado proyecto. Y es que no solo los pastos afectados planteaban problemas, sino también los mismos límites de propiedad entre pueblos colindantes, siempre objeto de disputas enconadas, que lo seguirán siendo, advertía el autor, «mientras no se deslinden los terrenos en litigio». Ocurrió por ejemplo entre vecinos de Castrohinojo y Marrubio, que un día, citándose en el monte en disputa, estuvieron a punto de la confrontación armada, no importa que las armas fueran palos, cachavas y herramientas del trabajo agrícola, como las «furcadas». «¡Mangarlas con un mango bien largo!», había ordenado el alcalde pedáneo de Castrohinojo, que por su parte se armó del símbolo de su superior autoridad, nada menos que una espada. Nadie sabe cómo había llegado al pueblo, el caso es que se conservaba en el arca del concejo y solo la veían cuando el alcalde saliente se la entregaba al entrante. La llevó por supuesto colgada al cinto aquel día histórico en el que finalmente los de Marrubio se retiraron prudentes y no hubo nada. El hombre era de pequeña estatura y la punta de la espada arrastrando dejaba un reguerito marcado en el polvo del camino.

El último gran incendio sucedió en agosto de 2017, y la superficie ardida se estimó en algo más de 10.000 hectáreas. La mayoría era monte bajo, urces, carqueisas, escobas, pero también se llevó una parte de dos pinares de los que sobrevivieron a los incendios anteriores. Uno de esos pinares fue el de Truchillas, replantado después de que ardiera en los años 60, cuando murieron dos hombres, uno del pueblo y el otro agente forestal de Truchas, trágico fruto de los incendios que acabaron con las primeras plantaciones.

Pero demos paso a una sonrisa con incendio al fondo para acabar. En un pueblo cabreirés había un hombre sin más familia que la madre anciana con la que vivía. Además de pocos recursos, tenía tan precarias luces como escasa aptitud para la flexión laboral de los riñones, de modo que la junta vecinal le pagaba algo por hacer trabajos en el pueblo, como limpieza de calles, cunetas, etc. Él, a pesar de la prohibición expresa, echaba mano a veces de las cerillas para agilizar el trabajo. Un día el fuego se le escapó primero de las manos y después de las herramientas y causó un buen destrozo en el monte, que incluyó por ejemplo castaños. Intervino la Guardia Civil, en cuyo atestado quedó señalado como autor. Tiempo después, el juez los citó un día, a él y a los miembros de la junta como responsables contratantes. Y sentenció: cien mil pesetas o un mes de cárcel. El hombre entonces se quejó y dijo: «Yo las cien mil pesetas no las tengo, pero a la cárcel tampoco quiero ir, porque me han dicho que allí te dan por el culo». El juez se mantuvo un momento rígido, tratando de mantener la compostura y finalmente salió de la sala a toda velocidad. Poco después entró un funcionario y les dijo que se marcharan. Y al decirlo, el ademán de su mano al accionar en forma de adiós expresaba resignación. Ellos se fueron aliviados y desde entonces la respuesta del hombre se conserva en el pueblo como un trofeo.

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