EN EL FILO
Ídolos rotos
N la actual polvareda globalizada de delitos contables, de quiebras fraudentas, de multinaciones que se volatilizan, de algunas implicaciones o contemporizaciones políticas en asuntos que derivan hacia escándalos mercantiles y financieros..., el «caso Banesto», convertido en el «caso Conde», o viceversa, parecería una minucia. Pero es menos minucia que paradigma, pues al margen del daño objetivo causado al banco por la manipulaciones del improvisado banquero, y de su equipo de cómplices habitual, Conde ha sido un modelo social, el ejemplo que embelesó o embaucó a gran parte de la sociedad por la velocidad increíble de su éxito económico. Se admiraba la ascensión irrefrenable de un abogado del Estado ambicioso, que trepaba ágilmente por el mundo de los negocios y de los medios de comunicación, por todas las escalas sociales, extendiendo sus ramificaciones hacia el mundo de la política, a la que pensaba saltar en su momento como un anhelado taumaturgo, e incluso de la religión y la cultura, logrando entrevistarse con el Papa Juan Pablo II y ser investido doctor honoris causa por una Universidad de Madrid. La libertad bajo fianza es una situación de incertidumbre, en la que Mario Conde ha vivido desde la primavera del 2000, cuando fue condenado por la Audiencia Nacional a diez años de cárcel, hasta ayer mismo. Recurrida esa condenada en casación, el Tribunal Supremo, con la lentitud que le caracteriza, hizo pública ayer su sentencia definitiva, que no sólo confirma en sus puntos esenciales la de la Audiencia Nacional sino que los ha doblado, multiplicándolos por dos. A veinte años y dos meses se amplía la pena que anoche empezaba a cumplir el ex banquero en la prisión de Alcalá/Meco, módulo Madrid 2. Todo hombre es responsable de sus acciones, pero hay algunos casos en los que la sociedad, sin ser ni mucho menos culpable por los delitos de uno de sus miembros, bien podría escudriñar su conciencia colectiva por ver si es del todo inocente, o no lo es. En la biografía de Mario Conde habrá de precisarse si su ascensión y su caída se debieron exclusivamente al delirio de su vanidad o si en alguna medida la devoción social que despertaba le persuadió de que los ídolos públicos viven en estado de gracia de impunidad. Ahí queda ese libro de reputada mediocridad, «El Sistema», en el que Conde exponía sus criterios, mientras que serán difíciles de olvidar sus cambalaches con el espía militar Perote para arrancarle al entonces presidente González un trueque: papeles del Gal a cambio de otro juez en el caso Banesto, y cierre del asunto. A Conde sólo le queda la esperanza de un indulto del Gobierno, que no se produciría antes de las próximas elecciones generales, por obvias razones de imagen.