TRIBUNA
El estatuto del cooperante
Corren malos tiempos para quienes trabajamos con las ONG españolas en el extranjero. A una mayor complejidad de los contextos en los que actuamos debemos sumarle la incapacidad del actual Gobierno para dotar a los trabajadores de las agencias humanitarias y de cooperación de un estatuto que nos permita desarrollar nuestra labor con unas mínimas garantías, y que recoja las especificidades que esta labor conlleva. Muchas son las alabanzas y declaraciones solemnes de reconocimiento hacia nuestro trabajo, pero hasta ahora han sido nulas las acciones emprendidas por nuestros gobernantes para mejorarlo y dotarlo de una mínima dignidad. La Ley de Cooperación nació en 1998 fruto de un consenso entre los actores participantes en los diversos campos de la denominada «Cooperación al Desarrollo». Esta ley daba pie a una serie de mejoras en la incipiente política de cooperación española, y a la creación de una serie de órganos de participación para todos los actores implicados. Pero la prepotencia con la que el Gobierno ha conducido las riendas de la cooperación ha viciado de origen cualquier tipo de posibilidad de consenso. Lejos de la evolución que este tipo de políticas han tenido en otros países europeos, la política española se ha caracterizado por el monolitismo y la ausencia de una mínima participación de las ONG en los principios más básicos. Como ejemplo significativo, ya de inicio y no sin una cierta intencionalidad, se ha pretendido uniformar las distintas actuaciones y maneras de ver el acto humanitario bajo la denominación única de «Cooperación al Desarrollo». La acción humanitaria, la ayuda de emergencia y la cooperación al desarrollo, aunque complementarias, son en esencia visiones distintas de una misma problemática, pero que llevan a actuaciones diferenciadas en el campo de actuación de las ONG. Este debate, plenamente superado en Europa, ni siquiera ha sido planteado en España, con lo que la riqueza de estas distintas visiones no se ha podido ni enunciar en la mencionada ley. Pero el paroxismo de la ineficacia y dejadez del Gobierno ha llegado a su grado máximo con la negativa de regular el Estatuto del Cooperante, que debería ser la herramienta que dotase de derechos y obligaciones laborales, fiscales y de seguridad social a todos aquellos que llevamos a cabo los proyectos de las ONG en el extranjero. El Estatuto del Cooperante ha sido reclamado con insistencia desde el inicio de los años 80 ante la falta de soluciones para quienes desarrollan la actividad de las ONG en los distintos contextos en que éstas actúan. No existe en la legislación laboral española un contrato tipo que se nos pueda aplicar y que recoja las especificidades de nuestro trabajo. La ausencia de convenios de protección en materia de seguridad social en el 99% de los contextos en los que trabajamos y el incierto futuro que nos espera una vez de vuelta a casa son problemáticas a las que se añaden la precariedad de medios y las difíciles condiciones que nos encontramos en los países donde actuamos. Como botón de muestra, el trabajador de una ONG recibe el mismo tratamiento fiscal que el trabajador de una multinacional española que ocupe un puesto en el extranjero. Obvio sería destacar las enormes diferencias salariales que existen entre ambos. Por otro lado, la complejidad y tecnificación que hoy en día han alcanzado la cooperación, la acción humanitaria y la ayuda de emergencia han obligado a las ONG a contar con personal cada vez más cualificado y experimentado, al que han de ofrecer unas condiciones que en absoluto pueden competir con las que se ofrecen en el mercado laboral. Ante este panorama, es necesaria y urgente una actuación del Gobierno para normalizar y dotar de un mínimo de derechos la actuación de los trabajadores de ONG en el extranjero si realmente se pretende fomentar la participación de españoles en este sector. La única respuesta que se ha obtenido del Gobierno hasta ahora ha sido el silencio y el incumplimiento de los mandatos de la Ley de Cooperación -que en 1998 le daba al Gobierno un año para elaborar el Estatuto del Cooperante-, y el del Congreso de los Diputados, realizado en febrero del presente año. Desde instancias gubernamentales se argumenta la supuesta complejidad técnica que supone elaborar una normativa de este tipo -que ya existe en varios países europeos desde hace tiempo- y una pretendida búsqueda de consenso con ONG, sindicatos y organizaciones empresariales. Pero la realidad es que cinco años de trabajo han dado como fruto un infumable borrador de anteproyecto que en nada modifica la situación actual y que no supone más que una maniobra dilatoria a la propuesta de soluciones efectivas. De sobras es conocida la falta de diálogo entre el Gobierno y las ONG, por lo que resulta intolerable y a la vez incomprensible que se use como argumento la búsqueda de un consenso que ya hace tiempo se rompió. Es urgente que los que padecemos las consecuencias de este vacío legal tengamos soluciones realmente efectivas, ya que nos encontramos desprovistos de una regulación que nos proteja y nos permita desarrollar el trabajo como a los empleados de otros sectores laborales. No pedimos ser especiales: solamente que se reconozca la especialidad de nuestra labor en el terreno. Que cualquier cooperante en contextos tan complicados como los de Afganistán, Palestina o Kosovo, pueda dedicarse a su labor sin sufrir además la desprotección y la incertidumbre que le provoca su situación como trabajador en su país de origen. Eso es todo. Más complejo era remodelar nuestra sanidad, y se hizo en tiempo récord.