La mujer del ciclista

LA justicia francesa no ha sido piadosa y ha metido en chirona a la señora Rumsas, mujer del ciclista lituano que se clasificó en tercer lugar en el último Tour. La acusan de «administración, oferta, cesión y ayuda al uso de productos dopantes». La verdad es que la señora era una móvil farmacia de guardia. Llevaba en el maletero de su coche corticoides, testoterona, eritropoyetina -que no sé lo que es, pero me suena a afrodisíaco-, hormonas de crecimiento y anabolizantes. Cuando la policía decidió incautarse el alijo, ella explicó que todos esos estimulantes no eran para su veloz marido, sino para su suegra. No la creyeron los gendarmes, convencidos de que si la suegra del corredor se hubiese tomado todo eso habría llegado, por lo menos, la segunda en el Tour. La mujer del ciclista no sólo tiene que ser honesta, sino parecerlo. Ese deporte está constantemente cercado por sospechas de doping. Hay quien cree que si la droga no moviera tanto dinero, los corredores no podrían mover tanto las piernas. Distancias inhumanas pedaleando bajo un sol de injusticia o con un frío que pela. El asunto del dopaje no es precisamente nuevo. Era yo casi joven cuando seguí dos vueltas ciclistas, una a España, que ganó Gabica, y otra a Italia, que ganó Felice Gimondi. Mi misión era hacer crónicas literarias, ya que no sé nada de ciclismo, ni siquiera he montado en mi vida en una bicicleta. El deporte más duro que he practicado, aparte del boxeo, cuando era adolescente, ha sido el de subirse a los taburetes de los bares. Pues bien, ya en aquel entonces se hablaba de "doping". El «bombazo», decían los expertos. «Ese va con el "bombazo"», me decían señalando a un corredor que echaba espuma por la boca. Se trata de ampliar los límites de la naturaleza humana, pero las fronteras son difusas. Balzac se drogaba con café. Otros lo hacen con amor o con aspirina. Se inventan sustancias estimulantes y se inventan otras para que no se detecten ni en la sangre ni en la meada. ¡Libertad para la señora Rumsas!