Diario de León
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León

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EN su libro azul de contabilidad, el mar va anotando muertos. Incluso hay quien supone que a ciertas horas de la tarde se arrepiente de sus ahogados, pero no es muy probable. En su grandiosa indiferencia hay algo luciferino. «Cielo caído por querer ser la luz», que dijo García Lorca. Ahora lo estoy viendo desde la terraza y está hecho un plato, pero un plato que no hubiera roto nunca otro. Agosto ha renovado su clientela de bañistas. Junto a gráciles cuerpos jóvenes hay un deplorable desfile de anatomías deformadas por los años o por las laboriosas digestiones, o por las dos cosas. En las playas no hay carteles diciendo que se reserva el derecho de admisión. Son de todos. Por otra parte, siguen sin hacerme caso: he sugerido muchas veces que si en la orilla se instalaran grandes espejos para que se vieran los bañistas, un alto porcentaje se retraería, a ciertas edades. Al mar le da lo mismo. Por el mar no pasan los baños. En esas fútiles consideraciones estéticas estaba cuando le eché una ojeada al libro de contabilidad del mar: desde 1996, cuatro mil inmigrantes han dejado su vida en el estrecho de Gibraltar y Canarias. En aguas españolas hay todo un cementerio marino. La Asociación de Trabajadores e Inmigrantes Marroquíes en España advierte de los peligros de viajar en patera, esos ataúdes flotantes que no siempre flotan, y acaba de lanzar una campaña: «Apuesta por la vida, no más muertes», pero no es fácil que apuesten por la vida los que en su tierra no pueden vivir. Miembros de 40 ONG se esfuerzan, beneméritamente, en explicar los riesgos de estas excursiones que enriquecen a las mafias. Algo han conseguido: este año hay menos campanas submarinas tañendo a muerto. Siguen siendo muchas. Más de la cuenta que figura en el libro del mar. Lo miro desde la terraza y está más azul que nunca, o sea, tan azul como siempre. Su Serenísima Majestad el Mar. Un monarca despiadado y absoluto. En este momento, unos niños le están pisando el borde blanco del manto. Chapotean felices.

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