BURRO AMENAZADO
Catas
COMER y beber bien eran disfrutes inherentes al apetito, a saciar el hambre y gozar de buenas digestiones. Quizás esta conducta derivara de la crónica pobreza española, de gente flaca y malcomida, dispuesta a tragar en cualquier ocasión, años ha episodio raro, salvo en las fiestas patronales de cada localidad. De repente, el mundo elegante, que se las da de exquisito, ya no papea y sopla, actitudes aldeanas, sino que acude a catas. Se trata de enjuiciar en principio lo bebido, ya que los enólogos iniciaron el sofisticado rito de catar el vino. Con orden severísimo, cuya rotura sería sacrilegio impío, vista, olfación y gusto se acercan a la copa y su caldo de uvas en un teatro digno de misa mayor del Vaticano cuyos oficiantes rodean al papa catador. Independientemente de que el vino te parezca rico y no un matarratas avinagrado, hay que exhibir conocimientos de jerga profesional, so pena de quedar como mendrugo. Tonalidades rubí, morado Santa Teresa, rosado nécora y amarillo ámbar del Báltico acompañan a descripciones de efluvios a grosella, arándano, cuero virgen, canela en rama, roble del Perigord y taninos de dehesa ibérica, preludio del buchito, escupido, al que el genio apoda con expresiones de cuerpo conseguido, fondo sublime, entereza y personalidad vinícolas. Un rasgo indispensable para opinar de bondad del tinto, clarete o blanco, el de si te duele la cabeza al día siguiente de vendimiarte la botella, se considera detalle sólo comentado por borrachos. Alrededor del mundillo catador, planean intereses comerciales a los que el precio del producto les resbala, con marcas inasequibles al bolsillo, hito de exquisitez solo para escogidos. Mi espíritu cateto ha recibido un varapalo al asistir a catas de cecina y de alubias. En ellas se prohibe el comer pan y beber vino, las fabes se presentan cocidas, sin el acompañamiento cojonudo de chorizo y morcilla, en fin: un desastre antinatural. Los amigos de la buena mesa huimos de catas, de rituales narcisos.