Diario de León

CRÓNICASBERCIANAS

Ponferrada la loca

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León

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SI hace veinte años alguien hubiera prometido a los ponferradinos comerse la montaña de carbón y acabar con la falla del viejo camino negro en la expansión urbanística de la ciudad, hubiésemos brindado con champán del caro aunque por las puertas del Toralín entrara la división de obras de Bin Laden como el barbudo genocida saudí a los mandos de un dumper cargado de dinamita. Ahora, en cambio, resulta que al tipo que se le ocurrió un buen día sellar la abominable montaña de carbón lo quieren empapelar en los juzgados por delito medioambiental. Como si los residuos mineros fueran pepitas de oro que de repente se hubieran convertido en cagallones radiactivos. Al margen de sus otros avatares político-personales resulta histriónicamente descabellado que Álvarez tenga que comparecer en un juzgado para explicar que la eliminación de la montaña de carbón es una acción benéfica para una ciudad que nunca ha tenido los cojones suficientes como para rebelarse contra tanta acumulación de mierda en vertical y horizontal. Si hay algo que investigar y acaso juzgar en todo este asunto es exclusivamente si el exalcalde y los actuales miembros del consejo de administración de la empresa municipal del suelo, Pongesur SA, han trincado un solo céntimo de euro de los jugosos contratos de compraventa de las parcelas del futuro barrio de La Rosaleda, o de la adjudicación de la desaparición de la montaña de carbón. Entretanto, mientras se demuestra que ésto ha podido ser o no así, los ciudadanos de la capital berciana deberían estar libres de tanto sobresalto y enmierdamiento político-empresarial, gozosos por la histórica defunción de la mayor escombrera urbana de Europa. Por no hablar de la compraventa de parcelas de La Rosaleda, que mientras los adquirientes no se declaren en bancarrota, parece estar generando una liquidez multimillonaria en las arcas del Ayuntamiento como para afrontar la construcción de un auditorio, y la urbanización de decenas de calles y plazas del centro de la ciudad, y también de pueblos y barrios. Yo, mientras continúo reflexionando al respecto, me sigo sentando como hace veinte años sobre el césped de las declinantes piscinas de la Minero a leer el periódico. Antes, entre el vaivén de un coro de frondosos chopos, contemplaba disimulante un oscuro basurero salpicado de desordenadas balsas de carbón abandonadas, por las que correteaban ratas como conejos. Ahora que han talado los árboles diviso un circunspecto talud de tierra vegetal entre el que brotan tallos verdes que preludian una panorámica más jovial que la de épocas más ominosas. Lo que ya no acierto a discernir es a quién deberían de empapelar en esta ciudad, y a quién erigirle un monumento. Dice Bono que la política entontece a sus protagonistas. Pero lo peor es que entre todos acaban por enloquecer a los ciudadanos. Y la cosa aún puede ponerse más estupenda si como ya pregona el socialismo velasquista en septiembre éstos son capaces de presentar pruebas de no se sabe qué, ni cuántas, supuestas ilegalidades atribuibles al regidor al mando.

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