Aniversarios
EN la vasta región de la muerte todos son contemporáneos y da lo mismo haber llegado a ella un poco antes o un poco después. La casualidad, o lo que así llamamos hasta descifrar su verdadero nombre, ha juntado varias conmemoraciones. Volvió Marylin, que era como una fruta contenta. Una especie de Maja Desnuda a la que Hollywood hubiese sometido a una bien graduada descarga eléctrica, antes de vestirla y teñirle el pelo de color fogata. Andaba como dos niños peleándose bajo una mesa de camilla, pero la quisimos mucho. Después llegó, empachosamente, el aniversario de Elvis Presley, también conocido como Pelvis Presley. El convulso muchacho se tiraba a matar y tenía buena puntería. A mí, que no he nacido para la danza, jamás me importó nada. Sin duda por mi incapacidad, sólo aprecié en él a un estruendoso epiléptico, con un tupé diseñado para ocultar el bocata de media mañana. Ahora recordamos a Groucho Marx, que pasó a la indiferencia hace un cuarto de siglo. Como se ve, parte de nuestra memoria es norteamericana. No se sabe por qué, cuando se habla del gran Groucho, que era como el Cobrador del Frac con lumbago, sale a relucir eso del «humor del absurdo». No existe. Lo absurdo es la seriedad. El humor es siempre un atentado a la lógica y una especie de ácido, a veces edulcorado, que se le vierte e la realidad para descubrir su esencia maligna. Por eso nadie es un humorista en el fondo: porque en el fondo nadie es un humorista. La aportación judía al humor en el cine es colosal, desde Charlot a Woody Allen, pasando por Groucho. Entraba a saco en otros: lo del epitafio ese de «Perdone, señora, que no me levante» es de un caballero del siglo XVIII y lo de «parece que a usted lo vacunaron con una aguja de gramófono» es una greguería de Ramón. La apropiación indebida no es sólo de los que no tienen ocurrencias. También los genios la practican. Marylin y Groucho nos han ayudado a vivir. Otras personas importantes, sin embargo, no nos importan nada.