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León

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CUANDO acaban las vacaciones y volvemos a reencontrarnos con lo nuestro es cuando mejor nos damos cuenta de lo que tenemos. Apreciamos más la tranquilidad de una ciudad pequeña como León, fácil de abarcar, sin tantos polígonos industriales, sin las horrorosas chimeneas. Pero esa imagen preindustrial tiene un precio, que pagamos con la despoblación y el envejecimiento de los habitantes. Está claro que los alcaldes no tienen dotes adivinatorias, pues a finales de los años sesenta el alcalde de esta capital auguró que en el año 2000 (ese mismo año que parecía entonces que nunca llegaría) la población de esta capital alcanzaría los trescientos mil habitantes... Se pasó bastante en sus predicciones y, por lo que se presume, mucho me temo que esa cantidad nunca llegará a figurar en los censos capitalinos. A menos que en años sucesivos ocurra aquí lo que sucedió en tantos lugares de la provincia que deben su nombre a sus repobladores medievales. Ahora ya no serían gentes de provincias limítrofes (los gallegos a quienes yo debo el apellido y tantas localidades sus nombres) quienes ocuparían pueblos y tierras, sino inmigrantes de allende los mares, que pondrían también su granito de arena en este crisol de pueblos y culturas. Nos despoblamos, pero tenemos una ciudad pequeña, bonita, coqueta, sin humos industriales. Esta ciudad no admite comparación no ya con capitales como San Sebastián, Bilbao u Oviedo, sino con cualquier ciudad industrial de esas provincias y tampoco llegamos a la suela del zapato a otras más cercanas como Valladolid, Burgos o Palencia, que sin embargo se han beneficiado en los últimos años del éxodo leonés, a pesar de que -a excepción de la capital de la comunidad- todas ellas envejecen. A nuestro regreso volvemos a constatar que nos gusta más creer en predicciones y promesas que pedir, exigir y ayudar a hacerlas realidad. En ningún sitio se está como en casa, aunque cada vez tenga más goteras.