Penas, penitas, penas
NO digo que no sea bueno aumentar el número de policías, de jueces, de fiscales y de carceleros lo que digo es que sería mejor ampliar el número de colegios, de ambulatorios, de jardines y de confiterías. El plan contra la delincuencia endurece no sólo los castigos, sino el modo de cumplirlos: las faltas se convertirán en delitos cuando sean habituales y si la pena es superior a cinco años no se podrá conceder la clasificación de tercer grado hasta que la condena se haya cumplido al menos en su mitad. Las posibilidades de redención quedan un poco más lejos. Podría decirse que aquí no odiamos al delito y compadecemos al delincuente: no compadecemos a nadie y odiamos por igual a los dos. Se pregunta Antonio Gala (sigo siendo el único compañero de oficio que le cita) qué va a suceder con los grandes delincuentes. Aznar ha prometido barrer de las calles a los pequeños, que son más, pero menos perjudiciales. Puede que ocurra como con las selectivas propiedades del agua bendita, según nos contaban de niños: mojar los dedos en la pila comunitaria y hacer el signo de la cruz lograba que nos fueran perdonados todos los pecados veniales y nos quedáramos únicamente con los mortales de necesidad. Un excelente sistema hidráulico de diferenciación. No podemos desconocer que la situación ha llegado a un punto que se pasa de la raya: ha aumentado la violencia callejera y la doméstica, así como la inmigración ilegal, y a eso hay que añadir nuestra hospitalaria actitud con relación a las mafias. No hay que temer que les falte el trabajo a los 80 nuevos jueces y a los nuevos 70 fiscales, ni a los 7.175 guardias civiles, ni a los 12.825 policías nacionales previstos. Lo que ocurre es que no se mide la grandeza de una nación por la seguridad y el número de sus cárceles, aunque tampoco se mida por la abundancia de sus delincuentes. Habría que equilibrar el endurecimiento de las penas con una resuelta voluntad política de disminuir en lo posible la cantidad de situaciones penosas.