Ni oro, ni incienso, vacunas
Vivíamos tan tranquilos, subidos al árbol del progreso, la existencia cómoda, la vida más fácil, mayores cuotas de independencia y autonomía, mejores los salarios, modernizando la salud, muchas más fiestas y parrandas para todos, cuando de repente, el globo, inesperada y lentamente, comenzó a perder aire y, de repente y sin aviso previo ¡explotó!, dejándonos en el vacío, porque el momento tenía que venir y vino y, ataos de pies y manos, comenzamos a quedarnos inermes y sin hacer nada hasta tocar el duro, puro y fangoso suelo.
Al principio nadie se lo creía, era una broma, un acertijo, un reto para los médicos y científicos que, en menos que canta un gallo, el tal coronavirus, motivo de burla para los muy machos, quedaría pulverizado, Pero el bichito, infatigable, mortal y terco siguió su camino haciendo estropicios entre nosotros y casi en el mundo entero. Fue este el año que, a todos, nos cambió la vida, dejando patas-arriba nuestra dulce existencia, nuestros planes y proyectos de trabajo, crecimiento y felicidad.
Los regalos de esta fiesta de los Reyes Magos están en vilo. Los milenarios amigos de los niños, y también de muchos mayores, corren el riesgo de no llegar nunca. Reyes, camellos y caminos han sido contagiados por el enemigo —al día de la fecha—, número uno de la humanidad. Todos sabemos quién es, por lo que es mejor ni mentarlo, no sea el diablo que, allá donde no esté todavía, sienta ganas y prisa por llegar.
Los Reyes han gastado todo su oro y su fortuna en otros menesteres y arcones y carteras están pobres y sin recursos. Del incienso, poco que decir; solo la Iglesia lo usa para purificar templos y abanicar jerarquías. Y de la mirra, mejor ni hablar, porque el pueblo ha sufrido tanta amargura, que solo está esperando que la amarga mirra se convierta en alegre y dulce vacuna que sane el dolor.
Así estamos, sin ganas de celebrar la fiesta de la ilusión, de los regalos, antes de que la cuesta de enero —imparable, año tras año—, nos venga pisando los talones. Los profetas de mal agüero se niegan a creer en una salida. «El sufrimiento, la tristeza y el temor» nos tienen a todos como paralizados, metidos en el agujero negro de la desconfianza, armados y enfrentados con simples «naranjeros» (la mascarilla, la distancia social, el alcohol), que tanto nos han ayudado a combatir, a un poderoso enemigo que, oculto tras la niebla, diezma a diario y a un mismo tiempo, hogares, escuelas, fábricas y hospitales, residencias de mayores en las poblaciones de media humanidad.
Nuestro aplauso final es hoy para quienes emplearon horas en desenmascarar al enemigo y acorralarlo, de quienes con armas nuevas lo están combatiendo
El propio rey mago de los Estados Unidos, rubicundo Melchor, anda entregando perdones a los Herodes del momento, y se niega a dar un subsidio justo y necesario a los pobres y desempleados del país y, sobre todo, a abrirles la puerta a los niños que siguen perdidos deambulando en torno a la muralla de hierro que él, inhumano, todavía intenta terminar. Esos niños que, en un futuro inmediato —hombres ya—, serían todavía muy pocos para sustituir a los cientos de miles que la pandemia se está llevando, y a los que ya se llevó, en este país.
¿Todo perdido, cuando la caja de Pandora se ha abierto, y sus vientos apestosos han contagiado a la humanidad? ¡Ni hablar!, nos queda de la fiesta lo más importante, lo mejor: la Epifanía (la fiesta de la Navidad en el mundo ortodoxo), la Fiesta de la Luz y la Esperanza, el futuro de una vacuna que ya está entre nosotros y con toda seriedad promete liberarnos del enemigo común. Todo un juguete infantil diminuto, frío, en cajas de plástico y cartón, pero mortífero para sacar de las trincheras del cuerpo humano, de donde se resiste a salir, a nuestro enemigo principal.
Los Reyes de este año no vienen en camellos, vienen en camiones custodiados por los soldados de la paz, trayendo inmensos frigoríficos atiborrados de salud para toda Europa, y esperamos que también para toda la humanidad.
No necesitamos este año dejar los zapatos en el balcón, solo debemos prestar nuestro brazo por unos segundos para que la ambrosía de la vida nos libere a nosotros y deje inerme al enemigo. Debemos asomarnos a los balcones y ventanas para ver pasar a los soldados portadores del futuro bienestar. Llevan su bata blanca, hoy más que nunca resplandeciente de luz, de vida y una sonrisa feliz porque ya se acerca la liberación. Ciudad tras ciudad, pueblo tras pueblo, casa tras casa, de norte a sur, de este a oeste, prendamos la hoguera de la solidaridad que ha de recibirlos con los bravos abiertos y el mejor aplauso cerrado porque son ellos los que nos van a salvar.
El frágil y diminuto juguete se convertirá en salud, alegría, abrazos y besos, y entonaremos cantos de liberación y lágrimas de agradecimiento, viendo cómo el nuevo juguetito viene trayendo oleadas de paz a nuestro hogar, al barrio, a los países todos, porque la guerra de todos, debe convertirse ahora en la paz mundial. Y el nefasto año que nos cambió la vida para mal, nos ensombreció la esperanza, nos llenó de dolor y luto, volverá a reconvertirse en el año que, para bien, nos recambiará la vida, nos devolverá la luz, llenará de alegría nuestros ojos y poblará balcones y ventanas de fraternos lazos blancos de felicidad.
¡Ánimo, amigos, todos!, la salvación, hoy más que nunca, está en camino y nadie la parará. Salgamos, corazón abierto, a recibir a nuestros soldados: Los soldados de la liberación, que ha de ser duradera, solidaria e inseparable compañera para el futuro. Nuestro aplauso final es hoy para quienes emplearon horas en desenmascarar al enemigo y acorralarlo, de quienes con armas nuevas lo están combatiendo, y de todos aquéllos que se brindan, voluntarios, a presentar, distendido, cualquiera de sus brazos, abriendo paso a la salud y a la felicidad.