La acción de etiquetar
A los seres humanos nos gusta poner etiquetas a todo, a la ropa, a las plantas y por supuesto a las personas. Si bien es cierto que esta práctica cotidiana requiere de cierta inteligencia, no es menos cierto que a veces se realiza prescindiendo de tal presupuesto. Pudiera parecer una contradicción el que no concurriera un requisito imprescindible para cualquier tipo de acción y sin embargo esta pudiera desarrollarse igualmente. Cierto que lo es.
Para explicar tal contradicción se debe recurrir a la naturaleza retorcida del alma humana. Donde no se encuentra la inteligencia habitualmente concurre la malicia. En definitiva, lo que realmente ocurre es que sustituimos una condición —sine qua non— por un sucedáneo. Si bien el sucedáneo carece de la legitimidad y entidad de quien sustituye, cumple su función a las mil maravillas.
Nadie nos escapamos del vicio y a la vez arte de etiquetar a nuestros congéneres, aquel que disienta, simplemente que haga un ejercicio de auto confesión. ¿Quién no ha dicho en algún momento algo respecto de alguien sin tener la menor idea de quien es? Yo me acuso; es un error, una maldad y sobre todo una injusticia.
Etiquetar a las personas es una práctica que desarrollamos de forma casi inconsciente. Lo hemos desarrollado fruto de un instinto de supervivencia. La especie humana ha tenido que vencer grandes obstáculos para sobrevivir. La capacidad de catalogar, porque en definitiva en eso consiste etiquetar, se ha revelado como vital para que podamos sobrevivir. De un simple vistazo, nuestros ancestros debían se capaces de determinar y valorar los riesgos a los que se enfrentaban. Su aprendizaje se basaba en el ensayo-error y en el azar.
Donde no se encuentra la inteligencia habitualmente concurre la malicia
Este método tenía sus riesgos, muchas veces irreversibles. Por ejemplo, frente a la necesidad de optimizar los alimentos, se encontraban con el hecho de tener que probar plantas o animales sin saber si eran comestibles o venenosos. Era un tema de vida o muerte en el que la primera impresión se revelaba como decisiva. Los olores, colores, forma de la planta o animal, inclinaban la decisión del valiente catador de turno a arriesgarse, o no.
Una vez conocido el resultado, se procedía a etiquetar el producto y a otra cosa hasta que surgiera una nueva ocasión para ampliar el fondo de armario alimenticio o el número de muertos por envenenamiento. Desde luego es de presuponer que no habría muchos candidatos a iniciar el proceso de cata y posterior acción de etiquetar, las bajas se presuponen cuantiosas.
Es importante destacar que, gracias a Dios, hoy ya no se corre un riesgo de consecuencias tan funestas, pero el veneno sigue estando presente a la hora de clasificar a nuestros conciudadanos. Se trata de un veneno más sutil pero igualmente ponzoñoso, fundamentalmente porque es un veneno en estado puro que mana de nuestra sangre directamente sobre aquel al que etiquetamos.
No hemos perdido la rapidez de reflejos de nuestros ancestros y con una simple mirada podemos hacer una verdadera radiografía del más pintado. Además, ahora contamos con un arsenal de palabras de la que ellos carecían y plenamente aplicables a la víctima objeto de nuestros dardos envenenados.
Para contrarrestar este tipo de agresión, el ser humano ha desarrollado una técnica de camuflaje muy eficaz que es guardar las apariencias. También es una estrategia necesaria para la supervivencia y tampoco está desprovista de mala uva, pero en todo caso es utilizada de forma universal.
No estaría mal que utilizáramos esta capacidad instintiva de rápido análisis acompañada de otra capacidad igualmente incrustada en nuestra naturaleza que es la de razonar. Simplemente debiéramos emitir juicios pensando un poco, solo un poco, cada uno lo que pueda y no debiéramos dejarnos llevar por un instinto que actualmente está superado por nuestro intelecto. En resumen, no debemos hablar por hablar.