el balcÓn DEL pueblo
La doble cara del terror
Y van diez. En diez ocasiones ha actuado durante una semana el asesino del rifle, con un saldo de ocho víctimas mortales -por ahora- y dos heridos, un niño que continúa en estado crítico, y una mujer a la que ya le han dado de alta. En los alrededores de Washington anida el terror. Un misterioso personaje, odiador de la vida, con pulso de acero, precisión de un reloj de Losada, aterroriza a los ciudadanos, trae de cabeza la élite policial y desconcierta a los servicios de inteligencia. Nadie sabe nada: si es blanco, negro, psicópata, perturbado, gay, brigadista de Al Qaeda, si actúa en solitario o acompañado de algún cómplice. Nada. Ni siquiera si su vida ha sido antesala de la muerte, un infierno, como la última asesina en serie, conocida como la doncella de la muerte, cuya ejecución se llevó a cabo anteayer en Miami. El hombre del rifle asesinó al último igual que a los anteriores: de un tiro preciso, milimétrico, en el entrecejo. Tiene la puntería de un Guillermo Tell, la astucia de El Zorro y la habilidad de un guerrero indio. Todo en la modernidad. El misterio de este asesino en serie se parece más a un film de Hicthcock, que al Asesino en serio de Antonio Urrutia. Una obra perfecta para Sherlock. Hasta se ha permitido dejar una carta del Tarot, con la más temida, en la que la muerte cabalga sobre un corcel, con la inscripción: «Querido policía: Yo soy Dios». Acabará cometiendo algún error, sin duda, y entonces el FBI podrá levantar boca arriba la suya con la inscripción: «Querido Dios: Yo soy policía». Pero, mientras tanto, el misterio continúa enredando sus líneas y sus palabras entre las rotativas, las televisiones y las emisoras de radio del mundo. Su protagonismo seguirá poniendo sordina a otros dramas en serie, más terribles y sobrecogedores. No es lo mismo que cierren las terrazas de lo suburbios neoyorkinos, o se bajen las persianas en las escuelas, que buscar, con la mirada perdida, agónica y sin esperanza, otra mejor aurora. Ahí está esa oleada de inmigrantes clandestinos de origen magrebí que mueren ahogados al intentar llegar a las costas españolas. Se embarcan en pateras que no resisten los besos del sal y de agua. Los embarcan como a los animales camino del matadero. Entre más se hacinen en la fragilidad, más rentable será el negocio para los criminales y menor la posibilidad de vivir. Naufragan sin remedio. Esta misma semana el drama se centró en las costas gaditanas. La anterior fue en Canarias, y la siguiente en cualquier otro acantilado, contra el que se estrella el vigor del mar. También fueron diez las víctimas ya rescatadas, más las que aún están flotando o entre las aguas de sombras. Y hace dos días otros cinco en el puerto de Algeciras, en el interior de un remolque frigorífico cargado con cajas de judías verdes. También la muerte anida en las pateras con ruedas. La inmigración ilegal es un problema de Estado. Quienes aspiran al paraíso, no pueden ahogarse en el infierno. Porque el infierno de los inmigrantes no es una hoguera, sino las aguas que bañan las costas españolas. Unas costas que atraen a millones de personas para el ocio y a miles de desesperados para la muerte. Es otra forma de aterrorizar.