Publico-manía
Dice un refrán muy leonés que oveja de todos se la llevan los lobos. Nada rezuma tanto saber como un adagio de éxito porque contiene la experiencia de miles de personas, en multitud de contextos, que avalan al usarlo su acuerdo con el mensaje que trasmite. Su sentido es explícito al pregonar que las cosas que son propiedad del común se pierden, por falta de cuidado.
Causa estupor, entonces, comprobar cómo la mayoría de los españoles son tan partidarios de lo público, es decir del Estado o de cualesquiera de las otras administraciones, autonómicas, provinciales y locales. Su argumento más recurrente es, «los servicios públicos son mejores —o sea, más baratos— porque no tienen que generar un beneficio a su dueños, como en los privados». Este argumento tan endeble se desmorona ante la contrapartida del sobrecoste que suponen, en esos servicios, los tres factores que caracterizan la gestión de lo público; el despilfarro, la corrupción y la infra-gestión.
Cualquiera que haya tenido contacto con una administración, sabe de qué estoy hablando. La dejación de funciones del funcionario/a, sea titular o temporal, es un plaga endémica en el escenario domestico, un lugar común en el saber popular que escritores de talento han reiterado a lo largo de toda la historia de la nación: Quevedo, Cadalso, Larra, Valle Inclán, Galdós. La mala gestión de la empresa pública es un hecho que constata el caudal sin freno de pérdidas que aportan a las cuentas del Estado empresas públicas como, Renfe, Paradores, Navantia, Correos, Hunosa, RTVE y la Sepi.
La corrupción es endémica en lo público, toda servicio que se ofrece a cargo de los impuestos del contribuyente encuentra un contratista dispuesto a soltar mordidas al administrador venal que siempre aparece por algún lado.
La administración pública es un troll insaciable que abduce a su pobres victimas como la hidra mítica a quienes miraba. En su forma más inocua, la que podemos hallar en las sociedades avanzadas con democracia, jibariza las vidas de sus víctimas, les reduce su autonomía sin tregua, con una carga creciente de cadenas impositivas y marañas legales.
En su forma degenerada, es decir totalitaria, de izquierda o derecha, se apodera por completo de los ciudadanos y los devora sin piedad, privándoles de su tesoro más grande, la libertad y hasta de propiedades, hasta llegar al arruinamiento general.
Y aún así hay millones de individuos por el mundo que confían en las bondades de lo público y lo defienden como contrapunto a las maldades de lo privado. Y porfían con furor de conversos que la gestión de lo público es superior a lo privado. No quieren acordarse de que lo que se ahorra en dividendo a los propietarios se pierde con creces con la malversación inevitable en toda concesión pública. El Estado, lo público, cuanto más grande es más corrupto.
Hay países en latitudes más boreales que mantienen unos niveles de corrupción muy limitado, con estados muy hinchados, porque el activismos de los ciudadanos lo impide. Pero esa herencia no la tenemos en latitudes de meridión donde la creencia popular —y de la vicepresidenta Calvo— es que la caja pública no es de nadie y por tanto se puede manipular sin ningún reparo.
El Estado no debe desaparecer porque eso sería anarquía, pero si reducirse a sus dimensiones más exiguas, es decir al taburete básico de la gobernanza: seguridad interior, seguridad exterior y comunicaciones. Todas las demás ramas pueden ser ejecutadas por la iniciativa privada sin ningún inconveniente, incluyendo las al parecer sagradas prerrogativas de la educación y la sanidad que solo llevan al adoctrinamiento y la malversación.