El siglo de Antonio el barbero
Nadie en Cabrera podría presentar las credenciales de Antonio como testigo de un siglo, el que empezó para él en 1920 y concluyó cuando faltaban cuatro días para el 6 de enero pasado en que hubiera añadido un año más a su corona centenaria. El inicio de su vida en ese año coincidía con dos circunstancias, una general y dramática y la otra apacible y familiar, las dos extraordinarias. En 1920 el mundo entero seguía inmerso en la resaca del terrible impacto causado dos años antes por el virus de una gripe bautizada como española. Diferentes cálculos sitúan el número de muertos en todo el mundo entre 50 y 100 millones. Sorprendente resulta que el siglo de Antonio se cerrara con la epidemia de otro virus de efectos más devastadores en un mundo ahora globalizado, aunque de mortalidad incomparablemente menor.
No importa que Cabrera estuviera tan lejos del mundo de 1920, que parecería no formar parte de él, el caso es que también aquí la gripe llegó para cosechar su fruto mortal. Así por ejemplo, en 1918 se contabilizaron en La Baña 93 muertos, 36 de ellos niños. Y en Odollo los muertos del bienio 18-19 fueron 75, 45 de ellos niños. También en estos remotos pueblos dejó la dichosa gripe su rastro de dolor.
No en Antonio, por cierto, o no de la misma manera, porque hay que añadir que su nacimiento no se produjo en Cabrera, sino en Argentina. Y esta es la segunda y peculiar circunstancia ligada al inicio de su siglo en 1920: Antonio fue hijo de la emigración americana. En efecto, durante esos años primeros del siglo se mantuvo en Cabrera un movimiento migratorio hacia Argentina y en menor medida Cuba. También los padres de Antonio partieron de Quintanilla de Losada y él ya nació en Argentina.
No importa que Cabrera estuviera tan lejos del mundo de 1920, que parecería no formar parte de él, el caso es que también aquí la gripe llegó para cosechar su fruto mortal
Los casos de regreso fueron raros, pero existieron. Pasó con sus padres, que retornaron al pueblo cuando él tenía 5 o 6 años, suficientes para que pudiera conservar algún recuerdo, por borroso que fuera. Entre ellos estaba uno que permite incluso hacerse una idea del lugar de su nacimiento, que no fue Buenos Aires, sino alguna gran estancia dedicada a la ganadería. El recuerdo que contaba siempre consistía en que los obreros de la finca, y hemos de suponer entre ellos a su padre, al terminar la jornada se dedicaban a recorrer la pradera para levantar a las ovejas caídas y conducirlas al establo, porque eran tan grandes, que ellas por sí solas no podían ponerse en pie, y de no hacerlo, allí habrían quedado a merced de cualquier peligro. Lo contaba siempre, seguro del impacto en sus oyentes, tratando de imaginar aquellas ovejas desmesuradas.
Ya en Cabrera y con doce años fue testigo de un acontecimiento singular en su pueblo, reflejo de otro extraordinario en el país, como fue la instauración de la segunda República. A finales de julio de 1932 recorrió la Cabrera Baja un equipo de misioneros de las llamadas Misiones Pedagógicas. El equipo hizo una parada en Quintanilla. Ya de noche y en la plaza ante la iglesia, proyectaron alguna película o documental sobre un lienzo blanco colgado en la pared de la casa de Pedro el sastre. La sesión incluyó canciones folclóricas reproducidas en una gramola y Antonio mencionaba siempre Los mozos de Monleón, que por alguna razón se le quedó grabada, pero sin duda sonaría el resto de las armonizadas por Lorca: Los cuatro muleros, Anda, jaleo, Los pelegrinitos, etc. La impresión de todos podemos verla en las caras fotografiadas el día siguiente en la sesión de La Baña: hombres, mujeres, alguna con bebé en brazos, y niños, todos absolutamente fascinados ante el milagro reflejado en la tela blanca. Gonzalo Menéndez Pidal tomó esa foto en la que también se aprecia al operador de la cámara con su bata blanca, que no es otro que Alejandro Casona, maestro, poeta y dramaturgo.
Después vino la guerra civil. Antonio, que estaba en el límite de edad de otros que formaron la llamada Quinta del biberón, no fue llamado a filas. No podía serlo, porque no era español, o lo era, pero estadísticamente inexistente, ya que a su padre no se le ocurrió registrarlo al regresar. Por la misma razón tampoco hizo la mili, que después de la guerra duraba al menos un par de años y en condiciones de campaña. Se puede suponer que se inscribiera cuando lo necesitara para hacer el carnet de identidad. Así pasaron los años de una existencia pacífica para un hombre tranquilo. Formó su familia en el mismo pueblo y se hizo barbero y desde entonces así fue ya siempre conocido, como Antonio el barbero. Atendía a sus clientes en la cocina de su casa en la parte alta del pueblo con una ventana enfocada en línea con el valle del Cabrera, al fondo del cual se enmarcaba nítido el pico de la sierra de La Baña llamado Gaya El Berdugueo. Ningún barbero podría ofrecer un panorama semejante para embobar a sus clientes, con tiempo para disfrutarlo, porque Antonio nunca tenía prisa.
Un día, ya próximo a cumplir los cien años, fui a visitarlo en su casa. Era media mañana. En ese momento estaba en su habitación terminando de vestirse, que hacía con toda parsimonia. Lo saludé: «¿Qué tal, hombre, qué haces?». Precisamente trataba de abrocharse el cinturón. Y esta fue su respuesta: «Aquí, ya ves, aparejando el burro». Y al decirlo, pintó en sus labios una leve sonrisa cómplice, su sonrisa secular.