Diario de León
Publicado por
Luis-Salvador López Herrero | Médico y psicoanalista
León

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En sus diferentes facetas la vida sigue, a pesar de la pandemia. ¡Por supuesto! No hay que más que observar el movimiento de la tierra y sus seísmos, los vaivenes del clima y las profusas nevadas o los tifones que asolan violentamente en el mar, para intuir que, aparentemente, nada ha cambiado a nuestro alrededor. Y, junto a estos ciclos de la madre tierra, el aire, el agua y el fuego del sol, infinidad de microbios y de plantas desconocidas para nosotros, continúan con sus transformaciones como si nada hubiera sucedido. Es fascinante pensar que lo que conocemos acerca de la vida orgánica, no representa ni la cuarta parte del conjunto de lo existente. Y, sin embargo, ahí están, en silencio, conviviendo con nosotros en el anonimato más real. Sólo sabemos de su presencia, como la locura en el seno de la comunidad, cuando hacen ruido en nuestra misma carne de modo violento, mostrando su faz hasta entonces desconocida. Mientras tanto, imperturbablemente, ellos continúan meciéndose en un ritmo que sólo quiere proseguir con su existencia a través del empuje de la vida.

En verdad, el mundo que nos rodea, y también nuestro organismo, están compuestos por infinidad de gérmenes (bacterias, virus, parásitos…), que nos ayudan a vivir, pero también a sufrir, y que se rigen por el mismo dictamen que anima nuestra existencia mediante ese impulso caprichoso denominado «deseo sexual». Luego todos estamos unidos, regidos en el fondo por el mismísimo misterio de la vida.

No obstante, el mundo, nuestro mundo, está detenido, bloqueado, a la vez que prisionero de la situación generada por uno de los integrantes de este entorno dinámico que nos acompaña, los virus. No hay más que ver el nivel de reclusión en el que habitamos desde hace un año, así como el parón de la economía en la que nos hemos instalado, para observar la gran diferencia entre la vida, que continúa su rumbo de modo pertinaz, y nuestro mundo eclipsado bajo el hechizo del malestar y la franca caída de nuestra riqueza. Si en la transición la entusiasta juventud decía con gracia alocada, de la mano del surrealismo: «Que se pare el mundo que me quiero bajar», la frase se ha hecho realidad, en la hipermodernidad, ante el estupor de todos, sin que por otra parte se encuentre ningún otro sitio en el que poder refugiarse. Porque no hay otro mundo, o ¿sí?

Ahora bien, la situación de la pandemia aún cuando pueda ser experimentada con angustia y proclamas de apocalipsis, como siempre suele suceder en estas ocasiones, no es nada insólita. Tal vez lo más extraño, podemos pensar, fuera creer en todo este mundo ilusorio de bienestar que había sido proclamado en la sociedad de consumo, bajo un ideal de progreso continuo. Porque el hombre siempre se ha enfrentado con terribles males y encrucijadas en su historia e, inconscientemente, sabe que la vida sigue su ritmo inquebrantable de creación y destrucción, a pesar de esa creencia omnipotente narcisista que vela lo imposible. La novedad del momento con respecto a otras épocas es que el bloqueo de nuestro mundo resulta ser ahora global. La parálisis de nuestra vida y de la economía afecta a nuestro entorno y sus territorios colindantes de explotación, aunque tal vez existan lugares alejados, y menos comprometidos con el acontecimiento y sus secuelas, que lo vivencian de otro modo. Quizá porque para ellos el empuje morboso, en forma de miseria, hambre, calamidades y enfermedad, siempre ha estado ahí, sin tregua en sus vidas, y forma parte de su misma existencia a través de todas esas creencias, ritos y magia, que ayudan a integrarlo mediante el sentido; ese que precisamente la Razón y su técnica no consiguen ahora alcanzar, porque la lógica de la racionalidad está demasiado perturbada por lo pasional. Es ahí, en este punto acerca de lo afectivo, en lo que conviene ahora incidir para entender las respuestas de una población temerosa, triste, hastiada, aburrida…, por un acontecimiento que muchos comienzan a sentir como una condena. Como reos de una situación que no se termina de comprender suficientemente, los personajes de nuestro mundo pululan por las calles con la sensación de que el tiempo se ha detenido y con ello su existencia. No es de extrañar que cualquier pequeña apertura lance a la población a la búsqueda de una libertad que siente como perdida. Lo lamentable quizá, es que sólo el ocio o el entretenimiento más anodino, junto con el fugaz acaparamiento de objetos del mercado, sirva verdaderamente de consuelo y de goce, para este enjambre de ciudadanos que sienten que existen sin vivir.

Sí, es cierto, se ha pasado demasiado tiempo encerrado en la mazmorra solitaria de los pensamientos catastróficos y la población necesita ahora creer firmemente en un final, poder sentir que es factible vivir de otro modo. En resumidas cuentas, salir de la prisión y acabar con la supuesta pesadilla. Pero puesto que la pesadilla es lo más real que tenemos ahora, convendría elaborar este trance de otro modo, esto es, hacer de la angustia del momento el impulso hacia otro modo de afrontar la existencia. Es indudable que esto nunca surgirá de modo colectivo, ni mucho menos tramitado por ciertos medios de comunicación que, tan solo, se dedican a desplazar o eclipsar las verdaderas preguntas de nuestra encrucijada. Pero cada uno de nosotros tiene la posibilidad de hacer, de este instante de imposibilidad que vivimos, un nuevo modo de existir; un camino que lance el deseo hacia algo más que las compras o las evasiones fugaces dictadas por los promotores del mercado.

¿Aprovecharemos la ocasión para escuchar nuestro malestar y el de nuestros semejantes, de un modo diferente a partir de este punto de angustia e imposibilidad que nos une? Tenemos una oportunidad para estar un poco menos dormidos, porque la vida es sueño, o ¿no?

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