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Publicado por
Javier Ampudia Alonso
León

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¿No hemos soñado alguna vez que en algún lugar de la Tierra, quizás en el país que nos vio nacer, hubiera una democracia verdadera? No desde luego la democracia comercial fundada sobre las instituciones y valores del liberalismo económico, sino la sociedad pensada por Locke, proyectada en la Declaración de Independencia de Jefferson y un poco después en la Declaración de Derechos de la Humanidad y de los Ciudadanos. O sea, la democracia en donde toda la comunidad local participa.

Jefferson, el soñador de la primera democracia del planeta, acabará siendo el mayor crítico de lo que hoy entendemos por democracia, por ser una democracia de mercado electoral que mercadea con intereses de partidos políticos, no ofrece soluciones consensuadas para los ciudadanos, como sí pasa en los concejos abiertos o en las familias en las que no falta un sueldo decente.

Mientras se difundía esa declaración ilustrada que ponía, de nuevo, al individuo en el centro de atención, llegaba la Industrialización a Europa y Estados Unidos, que tuvo luces, cómo no, pero unas sombras terribles. Entre ellas estaba y aún está la del desarraigo de los individuos, al alejarlos progresivamente, es decir, un poco más cada vez, así durante dos siglos y medio, de sus comunidades locales y arrojarlos a una gran sociedad, una nación, un Estado, entidades impresionantes, pero en las que es muy difícil la comunicación y, por tanto, se hace imposible la interacción social que crea a la vez una comunidad que cuida de sus individuos, que se preocupa de lo común sin olvidar lo personal.

Si concebimos la educación como un proceso continuo de transmisión y reconstrucción de la experiencia vivida, el alumnado aprende a reproducir esos valores culturales

Huérfanos de ese contacto de lo particular con lo colectivo comienza la degradación de lo público, entendido como pueblo crítico, participativo en el proceso democrático.

Si desaparece ese público participativo, el pueblo como comunidad también desaparece y se halla a merced de la manipulación y el engaño, ya sea en el mercado económico o en el político. Si no hay un público activo, que critica constructivamente tras deliberar con el que piensa de manera diferente, no hay democracia. No conviene dejar esa parcela solo a los miembros de partidos políticos (que no políticos de pro) pues la mayoría ni reflexionan, ni deliberan, ni participan, solo levantan la mano cuando el secretario dice que lo hagan (y con buen sueldo y dietas, como saben).

Como profesor de Geografía e Historia estoy muy de acuerdo con estas ideas entresacadas de algunos de mis filósofos favoritos, como Dewey, Cortina o Savater. También como a ellos, me preocupa ver que la educación está lastrada por la dicotomía entre cultura y utilidad: las Bellas Artes frente a los oficios utilitarios, la educación liberal frente a la formación profesional. Y con ellos, desearía proclamar de forma muy clara que la educación liberal y profesional, las Bellas Artes y las artesanías comparten los valores de comunicación y experiencia comunitaria de un pueblo.

Si concebimos la educación como un proceso continuo de transmisión y reconstrucción de la experiencia vivida, en la que todos tienen las mismas oportunidades y al que tiene menores posibilidades se le compensa con mayores y mejores ejemplos de comunicación y experiencia, entonces, el alumnado aprende a reproducir esos valores culturales siempre que esa comunicación y esa experiencia vivida sean compartidos por una comunidad y que esta transmisión se realice libremente, sin imposiciones. La igualdad de oportunidades en el proceso educativo es condición necesaria para que se mantenga una comunidad democrática.

Estas ideas se han plasmado con mayor o menor éxito en las reformas educativas de algunos países. La discusión de por qué triunfó en unos y no en otros sería muy interesante.

En mi humilde opinión, si bien fracasó en México, Turquía y Rusia, me parece que triunfó en Dinamarca, Finlandia y Alemania. Y a mi juicio la causa de esa diferencia radica en la «calidad» de la comunidad democrática en la que se aplicaron. En los tres primeros casos hablamos de sociedades con una desigualdad intrínseca y duradera a los largo de la Historia. Y en la «Escuela» siempre se plasman las virtudes o defectos inherentes a la sociedad en la que nacen.

Si van al concejo abierto un número de paisanos, pero sus voces se ven acalladas por la de uno o unos que se creen con más privilegios por cuna o condición y que actúan con arrogancia y egoísmo a sabiendas de que el rey no les exigirá cuentas, la fuerza de la comunidad se verá ocultada y su lugar lo ocupará el o los privilegiados. Y casi siempre que alguien se cree investido de privilegios y quiere que su descendencia los conserve, se crea desigualdad. Y la desigualdad es una de las mayores causas de pobreza, violencia, sectarismo y demagogia. Yo creo que la Educación Pública es el único camino para no caer en la desigualdad. El hecho de que Pisa señale a Bélgica y España (en donde los desequilibrios entre la red concertada y la pública son especialmente acusados) como dos de los países europeos con mayores cuotas de desigualdad en la educación, ¿no nos debería hacer pensar, queridos conciudadanos, que la Enseñanza Pública es el camino cabal hacia la igualdad efectiva?