Quien siembra viento, recoge tempestades
Cuentan que in illo tempore, cuando el tren comenzó a invadir la llanura enseñando el hocico, resoplando, estaba un pastor con su rebaño en medio de las vías. Las ovejas, que desde siempre habían considerado que el campo, el sol y el viento les pertenecían por entero, no hacían el menor caso a aquel intruso gritón y prepotente que las conminaba a dejar libre aquel espacio, ya digo, tan suyo.
Cuentan que el pastor coincidía, más o menos, con la creencia que tenía su rebaño, y tampoco le hacía caso al tren, convencido de que se pararía, respetando el derecho milenario y sacrosanto de paso y pasto de sus ovejas. Sólo cuando comprobó las aviesas intenciones de aquella montaña de chatarra humeante levantó el cayado, amenazante, para que se parara inmediatamente.
El resultado ya se lo imaginan, un «ovejicidio» múltiple. El pastor, cariacontecido, impotente ante el desastre, solamente trataba de consolarse pensando que menos mal que aquel cacharro del infierno venía de frente, que si llega a venir atravesado no le deja viva oveja alguna.
Cuentan que aquel pastor, un tiempo después, tuvo que acudir a la capital y, paseando, observó que en un escaparate tenían expuesto, entre otros artículos, un trenecito. Entró al establecimiento y, sin más, la emprendió a garrotazos con aquel juguete, al tiempo que repetía: a ver si así aprendes desde pequeño que a las ovejas no se las atropella.
«Cuento este cuento porque viene a cuento la coletilla final del cuento».
Estamos asistiendo, entre asustados e incrédulos, a unas manifestaciones, en su mayoría compuestas por adolescentes tardíos desnortados y jóvenes adultos sin cuajar, cuya finalidad es, simplemente, la destrucción (incluidos el robo y el pillaje), porque desde pequeños no han aprendido a respetar los derechos del prójimo ni a asumir sus propias obligaciones; aunque, eso sí, aprendieron pronto a «reivindicar los derechos propios».
Es posible que, por diferentes vías, hayan anidado en ellos, desde su más tierna infancia, el odio, la envidia, una egolatría galopante, y sobre todo un regusto especial por poner en práctica sus tendencias agresivas (y cuanto más sádicas, mejor).
¿Quién sembró, y quién sigue sembrando en ellos el viento? ¿Quién introdujo en su mente la semilla de que ante las frustraciones, el frustrado debía atacar, e incluso liquidar al que frustra para reparar tal dislate? ¿O ya venía inscrita o adherida en sus genes, de fábrica, y que solamente el ambiente y la educación (¿educación?) han servido de fertilizante para su desarrollo? El ambiente es el que es, y el sistema les asfixia; por eso el Estado, al que se adhieren y reclaman el derecho a ser felices y comer perdices porque para eso son sus hijos (lo de los padres biológicos es algo secundario, una antigualla), tiene la obligación de satisfacer sus «legítimos» deseos.
Dicen que defienden la libertad de expresión, y ya de paso el de la agresión y más tarde el de la explosión. Libertad sin límites, libertad contra las ataduras del ser, libertad para deshacer la urdimbre que la sociedad ha tejido para tratar de lograr una siempre difícil armonía entre sus miembros, pero que a ellos les encorseta y trunca sus ansias de omnipotencia primigenia.
Como no les interesa separar el grano de la paja, no les viene bien diferenciar la expresión del desacuerdo con la ofensa, el ataque, el insulto, la injuria etc.
El respeto a las leyes es considerado como un ardid del poderoso (por definición, para ellos un malvado, siempre), o como una manifestación de obediencia acrítica y borreguil, ovina. Y por ahí no pasan. Ellos son la fuerza destructora, «el Thánatos a toda máquina», y están dispuestos a arrollar a las ovejas. Es de esperar que el pastor, escarmentado y aplicando sus particulares medidas («la ley es dura, pero es ley»), les recuerde y les demuestre que a las ovejas no se las atropella…