Tecnología traicionera

Mis electrodomésticos me odian. ¿Recuerdan aquella escena en la que Richard Gere declamaba: «Odiaba a mi padre. Me ha costado cientos de dólares en psicoanalistas decir esta frase»? Lo decía enredado en la terapia de las piernas de Julia Roberts, en aquella Pretty Woman que dicen algunos varones que encarna el mito moderno del príncipe azul, con el que sueñan las mozas. ¡Claro! ¡Quién no quiere ser puta en Los Ángeles para que te alquile un neurótico infantiloide hombre de negocios sin escrúpulos y te deje suelta con la Visa oro! (Bueno, esto último es negociable). A lo que voy, que mis electrodomésticos y aparatos enchufables en general me detestan, aunque en mi caso mi analista insiste en que las máquinas no experimentan este tipo de elevados sentimientos. Mentira. ¿Por qué, si no, funcionan con incomprensibles consignas? ¿Por qué aprovechan mi crisis económica postvacacional para conchabarse en una huelga de cables caidos? ¿Por qué ese desprecio a la alimentación eléctrica que pago religiosamente a través de mi recibo domiciliado? ¡Desagradecidos! Eso por no hablar de la cuestión tecnológica. Te compras un aparato de música que pone «high tech», creyendo que quiere decir que suena bien, y resulta que es que lo ha diseñado la Nasa y el técnico traductor está en misión en Marte. «Presione radio band.auto presert para seleccionar la banda. Mantenga presionado durante dos segundos hasta que auto parpadee en su visor. Presione display ent. memory. Presione play mode.mono/st hasta que shuf aparezca en el visualizador» ¡Si sólo quiero escuchar la radio! Con lo fácil que era girar la ruedina para encontrar el EAJ. «Para memorizar pulse la tecla 4, en pantalla aparecerá el número dos, repita el paso tres hasta dar con la emisora deseada». ¡Qué tiempos aquellos anteriores al UHF! Sólo con ver un libro de instrucciones me tiemblan las canillas. ¿Por qué una caja de cables tiene el poder de convertirnos en analfabetos tecnológicos funcionales? ¡Qué castigo electrónico!