Diario de León
Publicado por
Francisco Martínez Hoyos, doctor en Historia
León

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Tras el asesinato de JFK, su vicepresidente, Lyndon Johnson, ocupó el poder. Era lo que le correspondía en derecho, pero la familia Kennedy no dejó de verle como un usurpador, en especial Bobby. El fiscal general detestaba al nuevo mandatario y este pagaba con la misma moneda, convencido de que solo era un niñato soberbio.

Apenas un mes después del magnicidio, el Congreso permite, con carácter extraordinario, la acuñación de monedas de medio dólar con la efigie de Kennedy. El país no está dispuesto a permitir que se pierda su legado.

Los antiguos colaboradores del presidente difunto dan a la luz sus libros sobre el periodo. Ted Sorensen publica, en 1965, Kennedy, un estudio de gran envergadura que se beneficia no solo de una pluma de gran calidad, también de la extraordinaria cercanía del autor con su personaje. En cierto sentido, el libro puede ser visto como la autobiografía que su protagonista nunca pudo escribir, tal como señala agudamente el historiador francés Vincent Michelot.

La viuda de América, Jackie, enseguida se puso al frente de una amplia operación propagandística para enaltecer el legado de su marido. Se dirigió entonces a un periodista prestigioso, William Manchester, para que este proporcionara al mundo la versión oficial del asesinato. Manchester tuvo, por ello, todas las facilidades. Se le permitió el acceso a toda clase de pruebas, como la versión completa de la película rodada por Abraham Zapruder. Los Kennedy, seguramente, creían que iba a ser un autor maleable, pero acabaron descubriendo que estaban muy equivocados. Su voluntad de controlar el libro en los mínimos detalles provocó el enfrentamiento con el autor, admirador de JFK pero para nada dispuesto a convertirse en hombre de paja. Para Jackie, él no era sino un contratado para desempeñar un trabajo. Manchester, por el contrario, afirmaba que él no había llegado a ningún acuerdo de este tipo.

La pugna entre la familia y el escritor alcanzó momentos de una tensión extraordinaria. En el verano de 1966, un iracundo Bobby Kennedy le espetó a Manchester: «¿Te piensas que has sufrido más que Jackie y que yo?». Al rememorar aquel penoso enfrentamiento, el periodista escribiría que, precisamente porque no estaba en el lugar de los Kennedy, era ligeramente, aunque solo ligeramente, más racional que ellos. Exasperado, harto de ser perseguido por los abogados del clan y sus detectives privados, el autor publicó un artículo en la revista Look en el que comparaba su experiencia con un encuentro con los nazis.

La censura de los Kennedy no se detuvo ante nada. Trataron de impedir la publicación de las memorias de Maude Shaw, antigua niñera de la familia. Tampoco se salvó la secretaria del presidente, Evelyn Lincoln, autora de un libro sobre sus doce años con JFK. Hubo un intento de obligarla a eliminar de su obra determinados fragmentos.

Por otra parte, Jackie se preocupó de visitar el cementerio de Arlington en varias ocasiones, siempre con la máxima publicidad. ¿Quería dejar bien sentado ante el mundo que el suyo había sido un matrimonio modélico, como si las infidelidades del presidente nunca hubieran existido?

La ex primera dama alcanzó un éxito fulminante al crear el mito de Camelot, que asociaba el mandato de su esposo con la leyenda artúrica. Su visión heroica de la presidencia de JFK tiene más que ver con sus propias ideas, no con las de un mandatario que nunca utilizó ese tipo de referencias. El caso es que logró que todo el mundo asociara a su marido con un sentido idealista de la vida y de la política, en buena parte gracias a la colaboración de un periodista de prestigio, Theodore H. White, que publica una célebre entrevista en la revista Life . En esos momentos, tanto él como ella actúan movidos por un imperativo de memoria: la historia pertenece a los héroes y estos no deben caer en el olvido.

Jackie tiene muy buenas razones para escoger a White. Es el autor del famoso libro sobre la campaña electoral de 1960, en el que convirtió a JFK en una figura legendaria, en un héroe con una potente visión sobre América y su destino. Más tarde, a lo largo de su presidencia, le prestó también un indiscutible apoyo. Su caso era una demostración más, entre muchas otras posibles, del talento de Kennedy para conseguir que los periodistas perdieran la objetividad exigible a su profesión y se convirtieran en sus incondicionales. En cheerleaders, como subrayó un observador caustico, Howell Raines, reportero del New York Times.

Con el tiempo, el autor de The making of the president lamentará haberse dejado utilizar en aquella operación de imagen. La viuda de América —confesará el reportero— no quería dejar a Kennedy en manos de los historiadores. Lo que deseaba era rescatarlo de toda la gente amargada (bitter people) que iba sobre su figura cosas poco agradables. Si una verdad debía prevalecer, era la imagen de una América idealista en el que galantes caballeros bailaban con hermosas damas, se realizaban grandes hazañas y los artistas e intelectuales se reunían en la Casa Blanca. White, trascurridos los años, reconocería con tristeza que aquella hagiografía solo era una tergiversación de la historia. La magia de Camelot nunca había existido.

Ninguno de los colaboradores de Kennedy se tomó demasiado en serio la alusión a la capital artúrica. Les parecía una tontería sin nada que ver con la experiencia que habían vivido. Dean Rusk, por ejemplo, apuntaba que los inicios de los sesenta fueron un periodo de crisis, no una edad de oro de elevados principios. En su opinión, el propio JFK hubiera despreciado tal uso del mito medieval: «era demasiado escéptico para sentimentalismos».

Tras la beatificación de los años sesenta y principios de los setenta, la figura de Kennedy pasó por un periodo de purgatorio. Había llegado el momento de la desmitificación sin complejos. En parte, este proceso de acoso y derribo contra la leyenda dorada tiene mucho que ver con el escándalo Watergate: el descubrimiento de los tejemanejes de Nixon desata en Estados Unidos un ansia de trasparencia política. La ciudadanía ya no está tan predispuesta a creer lo que digan sus mandatarios en una demostración de fe.

Se desatan entonces los rumores escandalosos sobre la vida privada de JFK. Para el biógrafo André Kaspi, estos comentarios buscaban un objetivo político muy definido, debilitar la figura política de Ted Kennedy. Cualquier comentario que disminuyera a sus Jack y a Bobby, le afectaba, por evidente asociación, también a él. En el caso de Judith Campbell, una de las supuestas amantes del presidente, parece clara esta intencionalidad. Declaró que JFK le dijo que no veía en su hermano Ted las cualidades necesarias para ocupar el puesto supremo de la Casa Blanca. Según Kaspi, este tipo de revelaciones buscaba contrapesar el impacto negativo del escándalo Watergate sobre la imagen de los republicanos. El mensaje estaría claro: Kennedy y los demócratas no serían en realidad mejores que Nixon.

De todas formas, los setenta son también un momento para la nostalgia. Precisamente porque el país atraviesa una crisis insospechada años atrás, cuando una derrota en Vietnam parecía inconcebible, muchos evocan los tiempos de Kennedy como una etapa de esplendor antes de la tempestad. Un senador, Bill Bradley, escribía en 1979 que la imagen de Camelot para caracterizar el periodo era apropiada. A la muerte de JFK le había seguido un periodo de dificultades comparable a la Edad Oscura que se había apoderado de Britania tras la muerte del rey Arturo. No obstante, el propio Bradley admitía que la administración Kennedy había sido idealizada en exceso.

El legado de JFK está lleno de ambigüedad. Tanto demócratas como republicanos se lo apropian cuando les conviene. Un líder conservador como Ronald Reagan, por ejemplo, hará de Kennedy una referencia en su política fuertemente anticomunista. Como su antecesor, la antigua estrella de Hollywood también dirá que «América» es como una «ciudad sobre una colina», en el sentido de constituir un faro de democracia para el mundo entero.

En la actualidad, Kennedy continúa siendo un referente. De otros presidentes, como George Washington, Abraham Lincoln o Franklin D. Roosevelt puede decirse que fueron más grandes, pero ninguno de ellos alcanzó su nivel de popularidad. ¿Se explica su fama, tal vez, por impacto de la pequeña pantalla?

Muchos otros inquilinos de la Casa Blanca han vivido en la era de la televisión sin por eso alcanzar, ni de lejos, su impacto mediático.

La imagen de JFK se beneficia, sobre todo, de un factor decisivo: por su trágica muerte, se le valora no tanto por lo que hizo sino por lo que muchos creen que hubiera podido hacer.

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