Libertad de expresión, entre el odio y el honor
La libertad es el primer valor en que nos sitúa la Constitución española al decir en su artículo 1º que propugna como valores superiores del «ordenamiento jurídico la libertad». Y se desarrolla más extensamente en los artículos 14 y siguientes proponiéndola en distintos ámbito de la vida social, ya sea libertad religiosa, libertad de cátedra, etc. Y en especial amparando la libertad de expresar libremente los pensamientos, ideas y opiniones «mediante la palabra». Lo que se llama llanamente «libertad de expresión». Pero vaya —ya por delante— que el mismo artículo se cura en salud, en su apartado 4, establece un límite para esa expresión sobre otros derechos y, «especialmente, el derecho al honor». De tal suerte que, prima facie: a) la libertad de expresión no es un derecho absoluto, y b) se protege en especial el derecho al honor; que, por otra parte, la misma CE «garantiza el derecho al honor» (at. 18).
También en las normas internacionales como en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en el art. 19, se dice que: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión». Pero también establece un límite, de tal manera que «nadie será objeto de ataques a su honra o a su reputación». De tal forma que nos encontramos con dos valores —derechos— que en algunos casos pueden colisionar. La doctrina establece dos premisas —con las que no estoy de acuerdo— para dilucidar la cuestión. Que el honor es un concepto jurídico indeterminado y puede ser subjetivo y objetivo y, otra, que han de ponderarse las circunstancia en cada caso. El término ponderar quiere decir que hay que examinar con cuidado algún asunto, o que la ponderación es la atención con que se examina o se dice algo; esto es el sumo análisis. Mas, no es tan necesario cuando la norma suprema nos dice que las libertades tienen su límite «…especialmente en el derecho al honor»; lo que es especial, para la acepción quinta de la RAE, quiere decir que está por encima de lo normal, por lo que en la ponderación prima —constitucionalmente— el honor sobre la libertad de expresión.
Por otro lado, el honor excede de un concepto jurídico, trasciende incluso a la dignidad que se manifiesta en la norma. Pues el honor va más allá de lo material. Véanse las palabras que puso Calderón de la Barca en boca de Pedro Crespo: «Al rey la hacienda y la vida/ se han de dar, pero el honor/es patrimonio del alma/ y el alma solo es de Dios». Se dirá que es literatura o que es un concepto antiguo, que es una cita conservadora. No obstante, se hace al amparo de la libertad de expresión y no se entiende que exista una libertad conservadora y otra libertad progresista. El honor —como concepto de la esencia humana— está por encima de cualquier otro derecho.
Por otra parte, nuestro Código Penal establece que, «quienes lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito…», serán castigados como promotores de odio, hostilidad o violencia. Lo estamos viendo a diario en nuestra sociedad, en la cotidiana lucha política —que no convivencia, que se proclama en el Preámbulo de la CE al «garantizar la convivencia democrática»— al insultar con epítetos humillantes, o despreciar otra ideología perfectamente democrática. No es esa la voluntad popular que se quiere de los partidos políticos. Estos, en la actualidad, parece que salen de los recónditos tugurios de la bajeza moral, o insultan con un odio abominable, con una provocación humillante. Parece que estamos ante las palabras que Ortega y Gasset decía del español político de la época: «Y toda su vida se convierte en una táctica defensiva contra los demás, compuesta de odio, de acritud, de maledicencia, de intriga, de fraude» ( El espectador , 348).
La Constitución nos dice que los partidos políticos manifiestan la voluntad popular de una manera democrática. No dicen que los partidos han de manifestarse en contra de otros, ni que su ideología concurra en detrimento de su adversario, ni que para su promoción puedan ejercer la humillación o el deshonor. Lo que nos convoca el artículo 6 de la CE es para la participación política, no para la confrontación violenta de la política. Lo que pudiera ser una conjunción acorde con la convivencia política se convierte, lo que dice el verso de Alfonsina Storni: «Odio que truecas en puñal la seda». Lo que es ilusión ideológica no debe transformarse en chillidos amenazantes, insultos por doquier o vejaciones al honor. La UE en su Decisión Marco 2008/913, nos dice paladinamente que se consideran punibles toda incitación pública a la violencia o al odio.
Porque cuando el odio es despreciable o ataca contra la dignidad de la persona o permanece en la confrontación política, es un desarrollo imparable, que cada vez es más violento. Es posible que ello sea anhelado por algún grupo político, para emular la visión que tenía Carlos Marx de la sociedad y de su política, a saber: «Los comunistas proclaman abiertamente que sus objetivos solo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente» ( Antología, 427). El odio, por sí mismo, nace de una violencia que se sabe como empieza pero como termina. Hay que tener presente el Preámbulo de nuestra Constitución y seguirlo, sin odios y con la defensa del honor.