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Publicado por
Francisco J. López Rodríguez, profesor
León

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Este León, dice ser pacífico. Una ciudad tranquila. Una ciudad que duerme y sueña. Este León que nunca se levanta contra la tiranía, contra la injusticia, contra aquellos que nos robaron nuestra identidad. En este viejo Reino, algunas veces se interrumpe el sueño con estertores, porque, en esa mente freudiana, venía el enemigo con el arma en la mano, la pistola, el puñal o el cuchillo y no digamos el lobo, fruto de aquellos miedos que te infundían cuando te alejabas de las faldas de tu madre. Nos despertábamos turbulentos. Todo era un sueño y los sueños, sueños son. Pero resulta que un día esos sueños fueron realidad.

Se difundió la noticia, la triste noticia. Un día, un animal asestó no sé cuántas puñaladas a su ex y sin defensa cayó inerte sobre la tupida alfombra o el frío mosaico. Otro día, un amor traicionero quita la vida a la otra que un día pronunció te quiero y, ahora, ya no.

En algún lugar de nuestra vieja ciudad, en las noches tumultuosas, alguien saca la daga que lleva bajo su túnica, cual, gladiator romano y asesta un golpe sobre el otro no sabiendo porqué. Y ahora, cuando la ciudad dormía, aunque no todos estaban en el lecho, ese cuerpo que pide diversión, pasión y furia, de repente, la fiesta se interrumpe porque llegó la tormenta plagada de relámpagos y, en la desbandada, alguien se encuentra con el impacto del trueno que me detiene y, sobre mi pecho cae un relámpago incendiario que perfora el cuerpo y se adentra en mis entrañas y la sangre mana y la vida se me escapa, y el árbol se derrumba y la savia se derrama sobre el asfalto. Ese árbol joven, lleno de vida, de esperanza, de ilusiones, traído de otros bosques, muere y solo queda el lamento, el sollozo, la desgracia. Y ahora, ¿por qué desapareció la vida? ¿Por qué la violencia? Ya no hay miedo. Ya no hay normas. Ya no hay reglas o mandamientos.

El ser humano se adueñó de la vida cuando la vida me pertenece y nadie me la puede arrebatar. Un joven, lleno de vida, desgajado de su tierra cántabra, cayó en un nuevo hogar, acogido por una nueva tribu. La furia, cual apache, se cebó sobre él y corrió, la sangre, se apaga la vida y llega la muerte.

Paco Ibáñez, tomando las palabras de Rubén Darío pone música: juventud divino tesoro, ya te vas para no volver. Cuando quiero llorar, lloro y, a veces, lloro sin querer. ¿Sin querer se puede matar?

¿Qué anida en la mente humana? Yo no sé si un ser en sus plenas facultades puede matar. Yo, dudo, que un ser consciente puede tomar decisiones funestas. Yo entiendo a los niños de Ruanda, del Congo, que le dan un machete, un kalasnikov y le dicen: todo lo que se mueva dispara, mata, porque si no te pueden matar a ti. Aquellos guerrilleros de ETA que en Libia o en Chequia en las escuelas de terrorismo se les enseñaba a matar, se les inyectaba en su mente el odio al enemigo, a la patria que no es la tuya y que te la robaron.

No entiendo la locura del que no está loco. No entiendo la locura del cuerdo. Entiendo la locura del descerebrado. Entiendo la locura del que perdió el sentido. Entiendo la locura del que inyectó en su vena el placer de la felicidad y se tornó en violencia sin sentido, sin amor. Entiendo a todos estos que se les inoculó el odio. No sé si estamos forjando una sociedad fría, inerte.

Se dice que en algunos países la vida no vale nada. Solo vale el dinero. Solo vale la lucha. Solo vale aniquilar al enemigo, al vecino, también al amigo, al hijo o al padre o a la que me dio la vida. ¿Por qué? ¿Estamos perdiendo o hemos perdido los valores?

El ser humano debe tener un freno, debe tener unas normas. Hay religiones que predican el amor, la amistad, la ayuda. Hay religiones pacíficas. Hay religiones que en sus mandamientos dicen: no matarás. Es que la sociedad está olvidando sus principios e, inclusive, los gobiernos están fomentando otros principios ajenos.

Las leyes, algunas, eliminan valores y los dejan al amparo de otros que no los tienen ni los pueden transmitir. Al pueblo zuñi se le enseñó la paz, la quietud, la tranquilidad. Fueron pacíficos, no fueron nunca a la guerra, vivieron en son de paz. Al pueblo kwakiutl se le enseñó la guerra, el uso de las armas, fueron guerreros, luchadores, se les temía.

Hoy eliminamos religión, eliminamos valores, eliminamos principios. Lo dejamos al azar. Solo el hombre es dueño de su destino, de su egoísmo. Esta sociedad está acelerada, no hay freno. Esta sociedad parece que nos incitan al odio, a la soberbia, a la avaricia.

En la cordura humana, ese cerebro guiado por la bondad, por la armonía, por la paz, nunca habría llegado al combate. Nunca habría roto la paz. Nunca llevaría consigo un arma, una daga, nunca, el gatillo podría apretarse porque ese ser humano estaría dominado por una conciencia y por el freno. Si en su interior se hubiera asentado el poso del respeto a la vida, del valor de la amistad, nunca habría llegado el fatídico día, ni la hora. Pero llegó, porque al ser humano lo invadió el virus de la inconsciencia. Su mente se tiñó de seres extraños. Yo no soy yo. Me han hecho otro.

Esas noches plagadas de tormentas donde solo calmamos la sed del cuerpo y alteramos nuestras neuronas e inyectamos en mi cerebro la savia maligna. Y yo, que estaba manejado por otro ser, cuando despierte, me encontraré que perdí la libertad. Mi vida será un lamento que solo el destino me perdonará y, quizás me presentare ante aquel hogar vacío y, como en la cruz, diré: perdonadme que no sabía lo que hacía. Y el otro, caído en la noche turbulenta, a sus progenitores les queda el lamento, el gemido, quizás el rezo por el hijo que se fue y siempre saldrá el suspiró. Vuelvo a parafrasear a Paco Ibáñez. Te has ido para no volver. ¡Qué poco vale una vida! El padre y la madre sin razones ¿Por qué me la robaron?