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Publicado por
Ara Antón, escritora
León

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Quizá cosas parecidas ocurrieran antes y hasta es cierto que los niños eran golpeados y que, sobre todo en las aldeas, se les exigía desempeñar tareas, como hacer de niñeros de sus hermanos pequeños, cuidar de la casa, ayudar en el campo y hasta agotadoras jornadas en las minas… En fin, realizar las mismas ocupaciones que los adultos, con la única diferencia de la fuerza o la resistencia que sus cuerpecitos canijos y en muchos casos mal alimentados, fueran capaces de desempeñar. También, cuando no había trabajo, solían ir a la escuela —hablo de principios del pasado siglo—, donde la enseñanza era impartida, a tortas o a reglazos en las manitas heladas y enrojecidas por el esfuerzo y el frío.

Eso fue así. Nadie puede discutirlo porque hablo de experiencias vividas.

Pero ahora —quiero decir en las generaciones nacidas después de la guerra—, la mayoría de los progenitores quisimos que nuestros hijos vivieran mejor que nosotros y nuestros padres y abuelos. Los tratábamos bien porque si se alzaba la voz, se les creaba un trauma y nosotros no queríamos eso. Los criamos con amor y hasta con vicio. Les dimos —dentro de las posibilidades de cada uno— lo que pudimos. Soñábamos con un mundo mejor, una generación perfecta, que se encargara de esa alta misión. De hecho, nosotros repetíamos, con el candor y la inexperiencia de la juventud, aquello de «Haz el amor y no la guerra». Algunos se ponían flores en el pelo y filosofaban sin marcarla. Otros —la mayoría—, estudiamos con muy pocos medios y trabajamos con muchos esfuerzos. Pero nuestros hijos… Ellos eran el futuro perfecto.

Desde luego, no fue así. Aquellos sueños se perdieron, llegaron los ejecutivos, que vivían solo para el trabajo, abandonando a los suyos porque el tiempo no se puede estirar.

También las familias perdieron su conexión, la cual, aunque muchas veces fuera castrante, era el apoyo y el refugio seguro al que recurrir en momentos difíciles.

Y las gentes empezaron a decir que habían venido a este mundo a disfrutar y hablaban siempre de derechos y nunca de deberes o responsabilidades y cuando uno es padre esto último es lo más importante porque los niños necesitan cuidados, tiempo, educación, orientación vital… y cuesta. Cuesta dejar el goce personal por atender a un crío que da, sobre todo, problemas e inconvenientes y hay padres que, buscando su satisfacción, hasta se emborrachan o se drogan y, para mantener ese gasto, incluso llegan a cometer delitos, que conducen a una madre a la cárcel y a un padre— quien también piensa solo en sí mismo— a ser el cuidador de tres niños. Y como se encuentran solos porque el progenitor está ocupado con sus juguetes, uno de los pequeños, de doce años, se prepara su comida para el día siguiente, en que en el colegio los llevarán de excursión y ellos deberán portar sus alimentos para pasar el día.

Después de medianoche llega el hombre. Sus juergas le han dado hambre. Ve el paquetito con el bocadillo. Lo desenvuelve y se lo come. El niño acude y, desolado, es consciente de que mañana no tendrá comida en la excursión. Afea al padre su conducta y éste —claro, el pobre está drogado y no sabe lo que hace— lo amenaza con un cuchillo, de forma tan agresiva que los vecinos lo oyen y llaman a la policía, que se encuentran al pequeño y a su hermana de siete años, aterrados en un rincón, después de ver a su progenitor acuchillar el sofá.

Y no pasa nada. En la cárcel un poco de tiempo porque no era consciente de lo que hacía —la droga, ya se sabe—. Luego lo soltarán y regresará con sus víctimas y la sociedad mirará para otro lado y empleará los impuestos en asuntos que son mucho más importantes que el bienestar de un niño.

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