Diario de León
Publicado por
Eugenio González Núñez, escritor
León

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¡Mi amor!, es la expresión más bella dicha a alguien, no importando quién ése alguien sea. Y es que el amor lo abarca y lo alcanza todo, todo lo llena; todo lo bueno y lo bello lo entiende y lo defiende; todo, respetuosamente, lo celebra, lo perdona y lo redime. Las palabras más bellas sobre el amor no suelen estar en los libros, sino en ojos y gestos, movidos por el corazón de quienes viven ese misterio cotidiano, hecho de vitales experiencias, que permiten, en labios de Bécquer, que «el alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada».

El mundo griego, y luego el romano, usaron dos palabras claves para definir el amor: Eros y Ágape. Eros es amor, y Ágape es amor, sin que tengamos que poner a ninguno de ellos —en mi opinión—, por encima del otro. Hay tiempos para gozar de Eros, y hay tiempos para disfrutar del Ágape de un amor tierno, sereno y gratificante, si la salud nos concede años de vida juntos. Si Cupido lanza juveniles y ardorosas flechas, el Dios de la mística cristiana (S. Juan de la +, Juan Arintero), también lanza flechas misteriosas al corazón de los creyentes para atraerlos a su amor. Sencillamente, porque Él es amor. El ángel que se acerca a Teresa en el éxtasis de Bernini —un simple mensajero—, lleva una flecha divina, ardiente y enigmática, dirigida al corazón hospitalario de la mujer andariega.

¡Qué curioso!, que el director de cine, Chico Pereira (Almadén), se desplazara a una tierra de aceituneros altivos, en busca del amor. La verdad es qué no sé qué método usó para elegir a esta pareja, así como a las otras cinco, dispersas por el mundo para mantener por seis horas, centrada nuestra atención en estos auténticos protagonistas que nos mantienen en vilo con sus edificantes, y no tan distintas maneras de vivir el amor. Hay todo un cortejo de ternura y entrega mutua, cargada de sugerentes y largos silencios, en seis naciones del mundo, que nos hablan de un amor, «de a de veras».

Marchenica, como miles de pueblos de la España vacía, tiene sus días contados. Los ocho de Marchenica, antes de decir adiós a este mundo pasajero, han podido —con toda naturalidad— darse un garbeo por el celuloide como hacían los señoritos, para dejar constancia de que, a ellos, para ir a la playa, también les gusta estar al día: traje de baño, bastón y sombrero; pamela, blusa floreada y el pantalón recortado, protegidos por gafas de sol, sombrilla y bronceador. La infinita mar del sur, la de los tórridos calores, la de los muchos amores —la mar de todos—, los recibió serenando sus olas y, ellos, en sus ojos de almendra y aceituna, gozosos, se la han traído consigo para mostrarla a sus vecinos, compañeros de fatigas en músicas y lágrimas.

Sesenta años «aguantando lo nuestro», «bregando sin tregua juntos», tomándose de la mano, galanteando y coqueteando con realismo y humor, Naty y Augusto, sacados del arcón de esas cuatro casas montaraces, arropadas por cielos azules, plomizos o tormentosos —como la vida misma—, y por recónditos valles verdes, paraíso de corzos y jabalíes, cumplen sesenta primaveras, unidos por trabajos, amores y desafíos.

My Love, seis grandes historias de amor (2021), fue estrenada este pandémico abril en la plataforma audiovisual Netflix. Una serie de seis capítulos que dedica cada uno de ellos a una pareja de diferentes lugares del mundo. «Lo único que tienen en común es que comparten una relación duradera, de entre 43 y 60 años, y un amor incondicional capaz de romper las barreras del tiempo», nos dicen, Valeria Martínez y J. Iván Suárez, comentando la serie. No fueron éstos Los doce del patíbulo , que fueron los once de la Cena guiados por el Amor.  Cuánta ternura en manos sarmentosas, chorros de amor callado, derraman esas seis parejas con tan solo un mes de viajar el mundo. Cada pareja habla su idioma, vive su amor, tan diferente en maneras de expresarse, pero tan igual y coincidente en perseverancia y dedicación.

Por tierras de León, nuestros abuelos campesinos, mineros y pastores, buscaban cada noche el abrigo de la compañera, señora de la casa, esposa y madre, protectora, cuidadora, rebosante de ternura, queriendo sobrevivirse, porque sabían que el uno sin el otro no eran nada, y no querían quedarse solos, los que siempre vivieron unidos. A quienes ya nos salió La hoja roja de Delibes en el librito de la vida, y ahora nos sentimos algo más frágiles y torpes, nos conviene decir lo que nunca dijimos, lo que ya viejo, mi viejo, le susurraba a la abuela, «estas maninas que tanto han trabajado», y se las acariciaba mirándola a los ojos». ¿Qué hubiera hecho yo en la vida, pobre de mí, sin ti? Y ella, halagada, sonreía, tras una larga vida dedicada, por igual, al campo y al hogar.

En acabando la serie, no pude vencer el deseo emocionado de tomar la mano de mi esposa y mantenerla estrechada entre las mías por minutos, la mente solo en una cosa: quiero amar como aman ellos. Con manos tibias, pero, entrelazadas; con infantiles y generosos gestos de apoyo; entendible la palabra, paciente la escucha; de la mano los paseos por lugares donde antes dejaron sudores y fatigas; juntos sorteando atajos, comiendo y durmiendo juntos; todo de manera natural, sencilla, sin sentir vergüenza de quererse; la sonrisa y la aceptación por delante de lo que el otro dice, hace u omite. Todo, menos cruzar el río y embarcarse con Caronte hacia la eternidad. Con Jin Myoung (2014), elevo hoy mi súplica velada, «¡Mi amor (todavía), no cruces ese río!», pero «que sea lo que Dios quiera», recalco con la serenidad la Augusto.

Ver la serie, no es tiempo perdido para hijos y nietos que quieran entender el misterioso y tantas veces incomprendido amor de sus abuelos.

—Abuelo, ¡escuche esto!

—«¡Yo sin ti no sé qué haría…!», canta Antoñita Moreno.

—¡Anda, mira tú por donde, que ésa me la cantaba tu abuela, siendo novios!, pero ella se empeñó en irse y dejarme solo…, suspira el abuelo.

—Abuelo, no diga eso, aquí vivimos en familia.

—¡Ya, pero no es igual, ni comparación! ¿dónde va a dar?

—Bueno, ya sabe que cuando «el de arriba llama», no hay más remedio que acudir...

—Bien que lo sé, pero no me acostumbro, y el abuelo juega con unas manos temblorosas y cargadas de recuerdos.

—Usted aquí con nosotros, ¡como Dios!

—¡Ya…!, pero ¿qué hago yo aquí? ¡Debí aprovechar mejor el tiempo que pasé con ella!, suena nostálgica la voz del abuelo.

Sería nimio este artículo, si los protagonistas de la serie española, para los que ya desde ahora pido un Goya de honor, no fueran ancianos que, sin pretensión alguna, nos dan lecciones magistrales e inolvidables de palabras tiernas y amorosos gestos, cuando ya pareciera que el amor no tiene vida.

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