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León

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Creo que era en la revista humorístico-satírica, La Codorniz donde había un espacio con ese título en el cual se ponía de manifiesto la incongruencia argumental de los intervinientes en un supuesto diálogo sobre un tema determinado. La RAE lo define como: conversación sin coherencia lógica. Por otra parte no es nada extraño referirse a las intervenciones en el hemiciclo de los diputados como un «diálogo de besugos». Ahí queda claro que los besugos son los políticos, que tampoco es necesario estar licenciado en filosofía para llegar a esa conclusión lógica.

Ignoro por qué se ha elegido al besugo para identificar, tanto la cara como la conversación entre los políticos de diferentes tendencias y, a veces, de las mismas. Entiendo que por ciertas cualidades, defectos o tendencias se apliquen, comparativamente hablando, a los políticos los parecidos con animales, y así endosarles lo de «menudo pájaro está hecho», o es un zorro, un águila, una mosca cojonera, una víbora, un gallo de corral, un cerdo, un perro viejo, un camaleón, un lince etc... y así con muchos más especímenes de la fauna universal. Pero referirse al besugo para resaltar, precisamente, lo incongruente y la jeta de los implicados en los debates, es algo que ignoro, pero que sus razones tenía que tener a quien se le ocurrió la comparación en cuestión.

Hay políticos y políticas para quienes el diálogo de besugos supone un ejercicio estimulante para demostrar su inteligencia. tratando de superar al contrario escupiendo las mayores tonterías

Una vez hecha la introducción, pasemos a lo mollar del asunto. Pongamos un ejemplo: «Le pregunto (habla uno del partido de la oposición) cuál ha sido y es su posición ante tal problema». La respuesta: «Su Señoría debería tener en cuenta que su partido, estando en el poder, pretendía crear un clima nada propicio para la solución del problema del cambio climático. Este Gobierno, sin embargo, está comprometido con el medio ambiente, Señoría». «Que no le pregunto por ese problema, que está Vd. en las nubes», le replica el opositor. «Por ahí, por ahí, empieza la cosa, por las nubes», le responde el interpelado.

Esto me recuerda a un tipo, muy sensitivo y suspicaz, quien, oyendo que alguien se dirigía a él con un «oye tú», no le dejó terminar la frase y le espetó «pues anda que tú».

Pero volvamos al diálogo de los políticos del ejemplo. «Vd. dice una cosa hoy, y mañana la contraria, no es coherente». La respuesta no se hace esperar. «Pero, vamos a ver, alma de cántaro, digo su Señoría (omito el mensaje de la sonrisa, a lo besugo), aquí estamos para hacer política, y no para el ejercicio o a la proclamación de la coherencia…»

Conversaciones como esas, o parecidas, dejan al ciudadano de a pie al borde del sollozo o al borde del estallido, según, y, o bien baja los brazos, en señal de derrota o abatimiento, o bien encadena, encendido, una serie de «jaculatorias» con alto contenido escatológico que le dejan el cuerpo más suelto, pero ahí acaba la cosa. Que el espectáculo es bochornoso, no hay duda para los sensibles al bochorno, pero para quienes no son sensibles a él por carecer de vergüenza, pues les resbala, e inclusive les excita. Y, claro, si a alguien se le ocurre preguntar si no le da vergüenza tal o cual cosa, la respuesta es: no, en absoluto, y se queda tan pancho. Ahí es sincero y coherente.

Hay políticos y políticas para quienes el diálogo de besugos supone un ejercicio estimulante para demostrar su inteligencia, tratando de superar al contrario escupiendo las mayores tonterías, por ejemplo asegurando que lo dicho ayer y lo dicho hoy, a todas luces contrario, en realidad no lo es pues hay que tener en cuenta el color del traje que vestía ayer y el que viste hoy el sujeto implicado en el asunto…Que «hay que joderse», que diría un castizo.

Otra variante del «diálogo de besugos» es el empleo de la doble negación para negar la negación, que es parecido a la afirmación, pero hay que tener mucho cuidado y llevar bien la cuenta del número de negaciones (yo, a partir de la quinta o la sexta me pierdo) porque dependiendo del número, los signos de interjección o de interrogación, o de los puntos suspensivos, así como de la jeta del besugo, la cosa puede cambiar mucho.

Y si haces referencia a la democracia, dando, inocentemente, por hecho que todo el mundo entiende el concepto como tal, te sueltan que, sin calificativo, la democracia en abstracto es una entelequia. Pero que cuando la calificas como corresponde a una sociedad madura, moderna, sensata, con sentido del deber, de la justicia distributiva, progresista a tope en la lucha contra el heteropatriarcado, así como por la superación anticuada de la referencia de género y a favor de la felicidad para todas, todos, los del medio, los de más acá y los de más allá etc. entonces la democracia puede ser: perfecta o imperfecta, simétrica o asimétrica, convergente o divergente, plena o cuarto y mitad, orgánica u orgásmica etc.; y una vez constituida puede llegar a ser constitucional porque constituye lo importante en el sistema político... Que dan ganas de proclamar, recordando a los hermanos Marx, «y dos huevos duros…». También puede ocurrir que te acuerdes de todo el árbol genealógico del «Aristóteles» de turno.

No quiero acabar este artículo sin hacer mención a lo que para algunos políticos, y en especial para uno en particular, constituye su idiosincrasia, inmutable por definición, y que puede tener fatales consecuencias. Me estoy refiriendo a llegar hasta el final con su tendencia, «y caiga quien caiga». Aquí me viene a la memoria la fábula de la rana, cruzando el riachuelo llevando a su espalda al alacrán que no sabía nadar, y éste, a pesar de la promesa de no clavarle el aguijón, pues ambos morirían, se lo clava. Entonces, la rana, extrañada y moribunda le pregunta, ¿pero, por qué lo has hecho? No lo he podido evitar, está en mi naturaleza, le responde el alacrán.

A ese mismo sujeto se le calienta la boca con frecuente petulancia. A este respecto ya dejó apuntado el filósofo Michel de Montaigne: «Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis».

Pudiera parecer que no me tomo muy en serio el asunto. Eso no es cierto; lo que pasa es que recurro al humor para suavizar, como un bálsamo, el dolor de la rozadura. Pero sepan los lectores que, remedando y cambiando alguna palabra de la estrofa del poema El Piyayo : «¡A chufla lo toma la gente, y a mí me da pena y me causa un cabreo imponente!»