Diario de León

La familia: comunidad de amor y de vida

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Podemos entender la familia como comunidad de amor y comunidad de vida en su más alto grado. Hay muchos grupos sociales, asociaciones, comunidades, entre las cuales la familia ocuparía el primer lugar, como la comunidad más íntima, más plena e integral, más interpersonal.

El fundamento y el valor fundamental de la familia es el amor de donación y entrega, de unión total, sin reservas.

Un amor verdadero, acrisolado. Amor no posesivo sino oblativo, de ofrenda y entrega, de donación gratuita. Amor no egocéntrico o de posesión, para que pueda darse el encuentro y la comunicación interpersonal. En su relación mutua, el varón y la mujer han de preguntarse: «¿Te quiero a ti por ti o te quiero a ti por mí?»; o, lo que es lo mismo: «¿A quién quiero realmente, a mí o a tí?». Un amor egocéntrico, posesivo, no es amor, es egoísmo (en contra de las bagatelas de amor presuntamente romántico que se inoculan tanto en nuestra cultura).

En el amor matrimonial el sexo ocupa un lugar importante, pero no es lo más importante. La relación sexual ha de ser el lenguaje de ese amor de donación y entrega, el medio a través del cual se realiza la comunicación y la unión total, incluso a nivel corporal —hasta ser «los dos una sola carne», una sola vida interpersonal compartida—. La unión sexual no ha de ser la realización cuasi instintiva del impulso sexual, sino que cobra todo su sentido humano como vehículo y expresión del amor mutuo. La relación sexual reducida a un mero desahogo libidinoso o placentero es una degradación o incluso perversión de la auténtica relación de amor intersexual.

Es fuente y clave de felicidad profunda y de realización personal el entender y cultivar una relación de amor verdadero en el sentido indicado de autodonación y entrega, compartiendo la vida en su totalidad

A través de la unión sexual se realiza también el magno acontecimiento de la generación de los hijos, que han de ser fruto de ese amor verdadero.

¡Qué necesario sería re-educar la concepción y vivencia de la sexualidad en un tiempo como el actual de exaltación del erotismo y de trivialización de una actividad sexual superficial y meramente hedonista, tan difundida a través de ciertos medios de comunicación y considerada ligeramente como liberación de simples tabúes represivos!

El amor acrisolado entre varón y mujer se expresa en la necesidad y satisfacción de la compañía y el estar juntos, la apertura y comunicación constantes, la escucha, la consulta y las opciones compartidas, la petición «por favor» y la respuesta «gracias», la alegría espontánea y juguetona y humorística, la disponibilidad constante, el apoyo, el consuelo, la mirada profunda y tierna, la sonrisa luminosa, el perdón continuamente pedido y otorgado, el sacrificio de uno mismo en favor del otro… La vida cotidiana debiera estar impregnada y adornada de todas esas actitudes, que la tornarían hondamente gratificante y enriquecedora.

El amor auténtico siempre es fecundo. Dinamiza y potencia la vida de las personas amigas o amadas. En la familia, el matrimonio realiza la acción humana más inefable de engendrar nuevas vidas humanas. No existe ninguna otra obra humana —a nivel de ciencia, técnica, arte…— de tanta trascendencia como esta.

Pero el hijo engendrado ha de ser fruto del amor verdadero y ha de abrir los ojos, respirar, alimentarse y crecer en el único clima sano y benefactor de ese amor.

En ese clima el niño/a es nutrido cada día por la mirada regocijada de papá y mamá y otras personas, y, así, se siente feliz, se agita, sonríe, se exalta. —Estoy viendo a Laia efusivamente feliz y a sus papás y abuelos seducidos y «encantados»—.

Un niño/a que va creciendo en ese clima cálido y benéfico de amor entrañable va configurando su identidad personal en la seguridad, la confianza, la comunicación espontánea y real, la alegría profunda, la ilusión. No tiene miedo a las personas, no se retrae, no esconde deseos, ideas o emociones, no miente, no es huraño o agresivo. Así se va forjando y consolidando su forma de ser, de pensar, sentir, hablar y actuar. Va configurando desde los primeros momentos de su existencia —incluso antes, desde el seno de su madre— los rasgos definitorios de su yo personal, que perdurarán de alguna manera durante todo el tiempo de su vida. Aun no siendo consciente de ello, el niño recibe y asimila los valores, actitudes, estados de ánimo, gestos de sus padres y hermanos en primer lugar. Ninguna otra experiencia o influencia podrá borrar del todo esa «marca de la casa» identitaria.

Existe, por tanto, una relación interdependiente de la relación de amor del matrimonio, de los papás, con la relación de amor con el hijo/a. La carencia o deficiencia del amor matrimonial afecta negativamente al amor al hijo, que percibe y recibe el amor o el desamor expresado en la relación de sus papás. Ante el niño no hay simulación: él capta directamente la brisa cálida y suave o la corriente arisca o gélida que emana de la relación de sus padres. Y muchas veces la frialdad de la relación matrimonial se traslada también a la relación con los hijos.

Constatamos que esta visión del amor en la familia, especialmente en la relación de pareja pero también en la relación con los hijos, se encuentra muy devaluada. Está muy generalizada una forma de relación egocéntrica, superficial, puramente gratificante, posesiva y —sobre todo por parte del varón— con afán dominante. Y desgraciadamente, aun se dan casos y situaciones de conflicto y violencia intrafamiliar terriblemente crueles.

Es fuente y clave de felicidad profunda y de realización personal el entender y cultivar una relación de amor verdadero en el sentido indicado de autodonación y entrega, compartiendo la vida en su totalidad. Esa felicidad compartida se hace extensiva a los hijos y ese es el mayor regalo y herencia que sus padres les pueden legar.

Me atrevo a afirmar que el matrimonio y la familia, como comunidad de vida y de amor, alcanzan la categoría de un misterio inefable, de un don de plenitud vital y de felicidad íntegra que, siendo acogido, aporta sentido, sabor, luminosidad y la felicidad más profunda e irradiante.

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