Mirar un cuadro
Ahora que cualquier persona puede visitar una exposición y dar su opinión con total libertad acerca de lo que allí se muestra, se puede aprehender mucho mejor el tipo de cultura en la que estamos instalados. Y todavía resulta mucho más patético si por casualidad el pintor se encuentra en el espacio acompañando sus cuadros, y tiene que hacer de anfitrión con su presencia ante la atenta mirada del público, o lo que es peor, pretende incluso responder a las preguntas que tratan de indagar el saber hacer del artista.
Recientemente visité la exposición de José de León en la sala Gaudí, y comprobé nuevamente el sinsabor que produce el encuentro con la obra de un autor en medio del ruido y el jolgorio de la sala. Algo que se debe de cuidar al máximo si verdaderamente queremos extraer de ese espacio cualquier sintonía con el trabajo del artista. Luego permítanme una observación. Nunca las palabras lograrán aportar lo que una mirada cultivada o ingenua, pero en silencio, podrá articular alrededor de esos trazos de color y de forma depositados en el lienzo.
Hace tiempo que conozco al autor y su obra, y siempre he mostrado interés por lo que hace, e incluso perseguí silenciosamente, con la memoria, algunos de sus trabajos, esperando volver a encontrar la misma sensación del primer encuentro. Aspecto que apunta a lo que José de León puede ser capaz de transmitir cuando deja fluir ese empuje, que todo pintor auténtico lleva dentro, y que no siempre llega a aparecer en las obras. Es el duende, como dicen los poetas, ajeno a uno mismo, capaz de impregnar de hechizo mágico ese trazo magnético que nos captura. Pero sólo a veces, quizá por momentos, y no siempre.
Para algunos José de León pertenece al siglo XX, y es probable que así sea, porque sus formas siguen envueltas de una atmósfera onírica, que hace recordar el antiguo viaje al mundo de los sueños y su interpretación cuando éste podía llevar a algún puerto. Pero ese mundo de ayer no es el de hoy, demasiado capturado por la instantaneidad de las imágenes y la celeridad de la mirada, una vez que la prisa y el conocimiento superfluo y estéril lo inundan todo. Sin embargo, él insiste y sigue perseverando una y otra vez, a pesar del cambio de época, porque su inconsciente le obliga a ello de un modo pertinaz, de forma enigmática. Nunca el trabajo acerca de las fantasías, las imágenes espectrales y los sueños han encontrado un amante tan laborioso como José de León, tal vez porque las noches de insomnio siguen despertando en algunos la necesidad de mostrar lo que el dulce soñante experimenta, para abandonar más tarde en el río del olvido. Y ya sabemos que no hay nada como la noche para encandilar el espíritu de ciertos artistas en su tormentoso encuentro con lo real.
Por eso conviene acercarse a su obra con cierto sigilo, en silencio, y sin nada preconcebido de antemano, dejándose llevar por lo que el pintor ha querido plasmar siempre a tientas y, seguramente, sin saber qué iba a pintar en un principio. Y, nosotros, los asistentes, tenemos la función de sostener con nuestra mirada las imágenes que allí se muestran, percibiendo en nuestro interior el eco que está conmoviendo nuestra mente, pero sin agotar rápidamente, por la vía del significado, toda esa estela de sensaciones múltiples, que toda obra elaborada puede suscitar, y que la de José de León muestra, suficientemente, si nos acercamos a ella con cierta atención y sosiego.
Ahora bien, cuando las palabras irrumpen en medio de ese instante confuso en el que el espectador trata de capturar no se sabe muy bien qué cosa, entonces el hechizo se rompe y la mirada queda a la deriva, perdida entre el magma de sonidos verbales, y muy alejada de ese mundo de formas y de colores, que hasta hace poco inundaba nuestra visión. Es una pena, sí, pero habrá que esperar, como el cazador con su presa, a una nueva oportunidad.
Por eso no recomiendo interpretar con palabras una obra pictórica, ni mucho menos insistir en querer capturar el significado que supuestamente ha querido transmitir el autor, porque en verdad allí, en el trazo, in situ, está ya todo lo que el pintor puede y tiene que decir. Lo demás, lo que muchos esperan capturar por la vía semántica, es pura verborrea complaciente que trata de aportar sentido a lo que, en el fondo, ni lo tiene ni tampoco lo precisa.
Les recomiendo pues una visita al Museo y a la exposición de José de León en ese marco tan brillante, como es el espacio de Gaudí. Otro futurista capaz de diseñar, de un modo ejemplar, estructuras oníricas que aún nos acompañan, para esplendor de la ciudad y patrimonio de los leoneses, aunque muchos tal vez, desgraciadamente, aún no lo sepan suficientemente.