No saben despedirse

LA estadística demuestra que de la política no se va nadie hasta que la muerte les separe. Quienes ocupan puestos de mando tienen culo de buen asiento y no es fácil despegarles de los sillones de ignominioso cuero, fregados y pulidos por la saliva aduladora, que dijo Neruda. Algunos son como los toreros: se retiran sólo para volver. En otras ocasiones, cuando el público les echa, se hacen apoderados e incluso mozos de estoques. El caso es no alejarse del ruedo. El emperador Carlos supo retirarse a Yuste para mirar al tiempo cara a cara mientras ponía en hora sus relojes. Bill Clinton, que también ha sido emperador, se resiste a desaparecer del escenario político. No se resigna a clausurar los tiempos en los que ocupaba el despacho oval y todo le salía a pedir de boca. Ahora está haciendo campaña entre la minoría afroamericana. Los cronistas dicen que sigue siendo un gran showman, lo que siempre es más importante que ser un gran ideólogo. Ha seducido a la clientela de epidermis oscura hasta el punto de ser nombrado el primer blanco en el «Salón Negro de la Fama». Entre nosotros no se registran desapariciones definitivas, sean del color que sean. Felipe González sigue gravitando sobre su partido y Aznar piensa hacer lo mismo cuando se vaya. Siempre hay tutelas ideológicas y estratégicas, laboratorios de ideas y redes de opinión, pero a las personas corrientes nos extraña que cuando llega un momento dado -o pedido por los demás- no sepan decir adiós y alejarse del ruido y la furia de la política activa para gozar de un buen o mal ganado descanso. Se conoce que no se fatigan, que es lo contrario de lo que les ocurre a los votantes. Ahora se dice que el PSOE ha alcanzado al PP en intención de voto. El sondeo de Opina registra un combate nulo. Más grave es el crecimiento de la abstención. Sólo un 14 por ciento de los jóvenes se identifica con España. Los demás son de su comunidad, antes región, de su ciudad, de su barrio, de su calle, de la acera de los pares o de la otra.