Por una Iglesia sinodal
Se ha abierto desde octubre pasado en toda la Iglesia el proceso del Sínodo, que culminará con la asamblea de todos los obispos del mundo en octubre de 2023. Se trata de un proceso sinodal centrado en el mismo Sínodo en sí y su incidencia en la realidad propia de la vida eclesial.
Considero apropiado escribir en un periódico sobre este tema de la sinodalidad eclesial, por la relevancia presente y futura que tiene no solo para la Iglesia sino para la humanidad y la sociedad en general. Una Iglesia unida, participativa y actuante en el mundo desde la pura esencia del evangelio es sin duda un elemento clave en la marcha y el desarrollo de la sociedad.
La palabra «sínodo», de etimología griega, significa «caminar juntos». Una Iglesia sinodal se caracteriza por la vida y praxis de la comunión, la participación y la misión de todos sus miembros. Una Iglesia verdadera comunidad de fe, eucaristía y vida compartida en el amor, fruto de la unión dinámica y transformante con Jesucristo. Una comunidad de participación y corresponsabilidad por parte de todos, desde las distintas capacidades y carismas. Una Iglesia comunitaria y participativa que irradiará una forma de vida libre y solidaria y ofrecerá a todos el mensaje liberador y humanizador del evangelio de Jesucristo.
¿Cómo ser cristianos y ser Iglesia en el mundo de hoy? La Iglesia, con su historia bimilenaria, corre el riesgo de quedar anclada en mentalidades y estructuras hoy ya superadas e incluso no conformes con el evangelio. Ello supone un grave obstáculo al mismo anuncio y comprensión del evangelio. El concilio Vaticano II (1962-1965) significó una verdadera renovación a nivel eclesiológico y de presencia, diálogo y misión en el mundo de hoy. Al mismo tiempo se ha ido desarrollando un proceso de secularización, que ha conllevado, especialmente en Europa, una disminución progresiva de la afiliación eclesial y la «práctica religiosa». Junto a ello, aspectos negativos como el clericalismo, la relegación de la mujer y el gravísimo hecho de los abusos sexuales y la pederastia por parte especialmente de los pastores de la Iglesia, han generado un impasse y una crisis profunda dentro de la Iglesia y en la opinión pública.
Resulta necesaria una renovación profunda en la estructura y praxis comunitaria y pastoral de la Iglesia. Es lo que viene proponiendo el papa Francisco desde el comienzo de su pontificado. Una renovación de la Iglesia que, según Francisco, sea fruto de un proceso de consulta, diálogo, escucha y discernimiento de toda la Iglesia. Se ha de realizar un análisis eclesial compartido de la realidad intraeclesial, de la cultura y la situación actual de la humanidad y llegar a la toma de decisiones compartidas y asumidas por toda la Iglesia. Existe una concepción y una estructuración eclesiológica de origen evangélico y apostólico, pero las formas concretas de las mismas han de adaptarse a las diversas culturas y momentos históricos.
En la actualidad existen una serie de aspectos muy relevantes para la vida y misión de la Iglesia. Enumeramos varios de ellos: la interpelación de la Iglesia en la dimensión sociopolítica, económica desde el evangelio y la propia doctrina social; la opción por los pobres y contra la pobreza («quiero una Iglesia pobre para los pobres», dice el papa Francisco); la familia hoy; las ideologías y conformaciones de género; la promoción de la vida desde su concepción hasta la muerte natural, unida a la reclamación al poder público y la implicación de la misma Iglesia en el apoyo real a las mamás, los bebés y los enfermos en situación extrema; los ministerios pastorales en la Iglesia —la carencia de vocaciones pastorales ¿no obedece a la actual configuración concreta del ministerio?—; la igualdad de la mujer en todos los aspectos; el protagonismo comunitario versus el clericalismo; los gravísimos escándalos de tipo económico o sexual…
¿Cómo se irá vertebrando la Iglesia en adelante? A raíz del concilio Vaticano II surgieron las comunidades eclesiales de base, especialmente en América Latina, caracterizadas precisamente por la comunión participativa y misionera que estamos anhelando. Sin duda que donde exista un grupo más o menos grande de cristianos coherentes y comprometidos de manera integral —no solamente al nivel denominado religioso, ritualista y espiritualista—, unidos en comunidades vivas y personalizadas, al servicio de todas las personas pero de modo preferente e inexcusable de los parados, trabajadores precarios, sin techo, mujeres violentadas en diversas formas, inmigrantes sin papeles a merced de explotadores y fuerzas del orden, ancianos solos o «aparcados», etc., etc.; creo que esa es la Iglesia del futuro, que está ya en gestación.
Pero, esa Iglesia nacerá y se desarrollará —repito— a través de un proceso de comunión, participación y misión por parte de todos. Se requiere, pues, superar tanta pasividad y ritualismo espiritualista. A pesar de todo, ha aumentado en la Iglesia posconciliar la participación y la acción de los laicos, casi inexistente anteriormente. Pero ningún cristiano laico debe permanecer inactivo. Todos somos corresponsables en la vida comunitaria, la celebración y la acción evangelizadora.
Dice el papa Francisco que «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio». E invita a la participación de todos, incluso de las personas que están al margen de la Iglesia. «La capacidad de imaginar un futuro diverso para la Iglesia… depende en gran parte de la decisión de comenzar a poner en práctica procesos de escucha, de dialogo y de discernimiento comunitario, en los que todos y cada uno puedan participar y contribuir» (Documento preparatorio, n. 9). He aquí una clara llamada a todos los cristianos a implicarse en este proceso sinodal a través de las actividades y reuniones que ya han de empezar a realizarse.
Pero no podemos concluir sin afirmar algo esencial: la Iglesia en su forma y en su acción no es una obra simplemente humana, por muy necesarios y valiosos que sean sus recursos de conocimiento, organización y actuación eclesiales y misioneras. La Iglesia se sostiene y avanza unida a Jesucristo por la luz y la fuerza del Espíritu Santo. La Iglesia es a la vez «santa y necesitada de purificación constante» ( Lugem gentiun 8) y ha de dinamizar constantemente su fe y su vida personal y comunitaria a través de la oración, la escucha de la Palabra y la eucaristía.