Orgullo nacional
Las encuestas, como se sabe, son engañosas porque sus resultados dependen, en gran medida, de los objetivos que buscan los encuestadores. Los ejemplos son de sobra conocidos y sino, mírense las que encargan los partidos políticos, tan diferentes entre si, o las de algunos gobiernos autonómicos, como la última del PNV sobre el alto grado de aceptación de la propuesta soberanista de Ibarreche entre los empresarios vascos, que contrasta con la actitud mayoritariamente en contra de confebask y que su presidente trasmitió en la rueda de consultas al lendakari, con gran disgusto de Arzallus. Por el mes de abril, el eurobarómetro, que publica la Comisión Europea, afirmaba, sobre encuestas realizadas a finales de 2001, que el 91 por ciento de los españoles se declaraban orgullosos de su nacionalidad. No era el porcentaje más alto entre los países de la Unión Europea; puesto que en lo del orgullo nacional nos ganan irlandeses, griegos, británicos y portugueses; pero estamos entre los primeros de la Unión. Los españoles ante Europa no parecen hoy acomplejados, como ocurrió en otras épocas; sienten el orgullo de un país que ha progresado rápidamente hasta ponerse casi a la altura de los más democráticos y desarrollados. En esa encuesta no se preguntaba absolutamente nada a cerca de la región de origen; pero un sondeo recientemente realizado sobre jóvenes, hecho por el Consejo de la Juventud, mostraba, al parecer todo lo contrario de lo anterior. Más del sesenta por ciento de los jóvenes entre dieciocho y veinticinco años se identificaban exclusivamente con su localidad, y solo el quince por ciento con España. Puede que los datos no sean contradictorios, que su interpretación varíe respecto al contexto: hacia afuera nos sentimos españoles, hacia dentro nos identificamos con nuestro terruño. Pero también puede que estén indicando una pérdida preocupante de identificación nacional entre la juventud. Un hecho que, por cierto ha sido objeto de ironías por parte de Anasagasti y de sarcasmo por el de Arzallus, es el poco patriotismo que muestra la juventud española, a tenor de las dificultades que tiene el Ejército para dotarse con el número necesario de soldados para completar su unidades. Al parecer en estos últimos años, pese al elevado paro juvenil, no se cubren las plazas que se ofertan; en este último año, por ejemplo, la cifra es verdaderamente escandalosa pues sólo se han cubierto 800 de las 12.000 plazas ofertadas. Xabier Arzallus, con evidente alegría, comentaba que con este ejército los españoles no podrán impedir la independencia del País Vasco. No hay que sacar las cosas de quicio. Probablemente ese problema no se relacione con el patriotismo de la juventud, sino del escaso interés de los jóvenes por la milicia por razones diversas: la disciplina, a la que ya no están acostumbrados, las escasas posibilidades de promoción, los bajos salarios, etc. Puede que esto sea así, pero no es menos cierto que la Mili era uno de los mecanismo de socialización más importantes de la juventud. Su desaparición, probablemente mal planteada, y al margen de otras consideraciones que tienen que ver con la defensa de nuestro país, no favorece la identificación de los jóvenes con la patria. El fomento del patriotismo, que debería fundamentarse en la Constitución Española y en la Historia, está encomendado hoy casi excluivamente a la escuela; pero ésta no está en condiciones de realizarlo adecuadamente. Hay todavía muchos profesores que siente un complejo, casi enfermizo, en declararse españoles, y por tanto, no pueden trasmitir ni fomentar éste; pero es más grave aún la atomización del sistema de enseñanza como consecuencia de los planes diversos que imponen las distintas comunidades autónomas. Con ellos se acentúa la disgregación. No entiendo, por ello, las razones de una oposición frontal a la Ley de Calidad por parte de los partidos políticos y los sindicatos de ámbito nacional. Hay en ellos una contradicción realmente enfermiza.