Matar la afición
SIEMPRE se ha dado en España una forma de anticlericalismo soez y poco matizado que metía en la barca de Pedro una tripulación heterogénea. Alguna vez lo he comentado con mi dilecto amigo el Padre Juan Bosco, al que para mi desgracia tengo lejos ahora. Si estuviera cerca le preguntaría cosas tan impertinentes como qué relación pueden tener dos partícipes de la misma fe tan dispares como San Juan de la Cruz y el cura Castillejo. Ahora, el anticlericalismo ha variado y puede considerarse como una legítima conquista de los clérigos. Después de haber tenido tanta mano en otros tiempos, se lo han ganado a pulso. Algo que «no se nombra con la palabra azar» ha hecho que la Iglesia española pierda más de dos millones de fieles en cuatro años. La institución eclesial presencia una auténtica estampida de adeptos que no sólo se refleja en la crucecita de la declaración de renta, que consideran tan importante como la del Calvario, sino en el número de asistentes a la misa, que, como todo el mundo sabe, es el espectáculo al que se le ha dado un mayor número de representaciones, siempre con idéntico éxito de público. Los obispos se preguntan sobre las causas de esta galopante «desafección eclesial», pero como son ellos los que tienen que dar la respuesta, no la encuentran. Si se lo preguntaran a la gente normal que constituye su mermada clientela quizá la hallarían. «Estamos en caída libre», ha dicho un «fontanero» de Añastro, sede de la Conferencia Episcopal, ante los resultados del Centro de Investigaciones Sociológicas. No me invento nada. Los que se rasgan las vestiduras sagradas son ellos. Lo que sí me atrevo a preguntar, con muchísimo respeto, es si no les corresponde alguna responsabilidad a ellos. Están matando a la afición. Obispos nacionalistas, obispos financieros, curas bursátiles, párrocos cachorros, están dispersando al pueblo de Dios. Como explica mi admirado Miret Magdalena, la huida de las ovejas siempre sucede por algo. Quizá -es sólo una suposición- se fían más del lobo que de los pastores.