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Publicado por
María Jesús Muñiz
León

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Cuando el nombre de la miss elegida se haga público y la muchacha rompa a llorar con no menos profusión de gestos que cuidado para que no se le corra el rimel, yo vomitaré. Cuando la bella entre las bellas prometa entregar su absurdo reinado a la búsqueda de la paz en el mundo, el fin de las mareas negras, el presupuesto de I+D+i y la lucha por la igualdad entre las personas, yo volveré a vomitar. Así hasta deshacerme de mi primera papilla. Sobre los concursos de belleza habría mucho que opinar, pero estas consideraciones las dejaremos para otra ocasión. Por encima de todo lo que se pueda creer está la falta de sensiblidad, por no decir directamente la provocación, del último evento de monadas montado donde menos falta hacía (si es que hacía falta en algún sitio). Primero deciden hacer un desfile de guapas oficiales en un país azotado por la miseria económica y moral, donde la mujer, presunto objeto de deseo de este sarao, vive bajo la bota de todas las discriminaciones imaginables. Con matices escalofriantes, como las lapidaciones pendientes. Luego se monta el previsible rifi-rafe de los integristas, que acaba con más de doscientos muertos y miles de personas que se quedan sin hogar. Objetivo de las autoridades: preservar a las mises que, pese a todo, habían decidido hacer el paseíllo en pos de la diadema de brillantes tan falsos como el concurso que corona. Vergüenza debía haberles dado a las damas y sus cohortes de mercaderes que las propias protagonistas pendientes de su lapidación tuvieran que entrar al trapo de la conveniencia o no de celebrar el concurso en su país. Pero no les dio. Ni pizca. Es más, una vez montado el pifostio, metieron los bañadores y trajes de noche de sus niñas en las maletas de Vuitton y se las llevaron a Londres sin arrugas y sin entrar ni salir en la masacre. En el colmo de la desfachatez, las mises siguen ensayando su coreografía para llevar a cabo la elección la próxima semana. Tacones de aguja sobre cadáveres y miseria. Vomitivo.