ARREBATOS
Morir matando
LA mancha de petróleo se extiende en el mar y reposa con su estela de muerte en las profundidades abisales, allí donde la oscuridad se confunde con la negrura del fuel. En la superficie, los voluntarios y los militares trabajan a brazo partido para espantar el aceite de roca de la arena, una tarea casi imposible. Los testimonios de la gente que se ha adelantado por propia voluntad a la ineficacia de los gobiernos (autonómico y central) son patéticos. Nos enteramos a propósito de la catástrofe que sólo una nave española, la Punta Mayor, tiene medios adecuados para succionar el fuel del mar. No se pide ayuda a la Unión Europea y sin embargo viene el Nautile francés a calibrar la magnitud de la catástrofe desde el interior del mar. Apenas han proporcionado chubasqueros, guantes y mascarillas (de las de pintar que sólo son útiles para el polvo) para la titánica limpieza. Tienen que hacer turnos para trabajar porque no hay máquinas suficientes para limpiar las playas... La dejadez es abismal, incomprensible, un síntoma de la magnitud de la otra marea, la burocrática y política de un país con miles de kilómetros de costa que no tiene las más mínimas medidas de protección para prevenir una catástrofe ecológica como la del Prestige. Un infante de marina describió la desproporción de medios señalando que aunque fueran un millón de personas trabajando la situación no cambiaría porque «no hay máquinas para sacar la porquería de las playas». Hay baldes y palas. La mancha se extiende y asfixia la vida del mar, de los marineros, de las marisqueras y de los pueblos costeros, sumidos ya en una noche profundamente negra. Finisterre es más que nunca el fin del mundo. La marea se desborda por 400 kilómetros, una cuarta parte de la costa gallega, arrastrada por el viento. El Prestige se hunde dando fuertes coletazos, vomitando más fuel, como símbolo de una economía desenfrenada, sin escrúpulos, sin miras de futuro.