Diario de León
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León

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EL primer anuncio de turrón me produce taquicardia. Las luces extraordinarias que guían a los consumidores hacia las grandes catedrales de la posmodernidad me ponen inmensamente triste. Las falsas estrellas de colores que conducen a los rebaños cargados de bolsas por las calles de las ciudades es una estampa que me provoca ataques depresivos. «No se sabe si son las nieblas las que producen los hombres tristes o si son los hombres tristes los que producen las nieblas», escribe Julio Camba que decía Oscar Wilde. No sé si es la Navidad la que provoca esta epidemia de estupidez colectiva o si es la estupidez colectiva reinante a lo largo del año la que produce la Navidad. Las instituciones preparan para estos días mensajes pidiendo el consumo responsable; consejos que se disuelven en el poder hinóptico del bombardeo parpadeante que identifica felicidad con tarjeta de crédito al rojo vivo y que ha convertido el mensaje original de un filósofo judío iluminado en un eslogan para vender agua coloreada con burbujas. Como empieza el mes de los buenos sentimientos, aquellos que dedican el resto del año a trabajar de forma altruista por los demás preparan campañas que ablanden el corazón de los que llenamos la despensa con flores de plástico, con futuros deshechos de diseño, con cáscaras de marisco petroleado. Propongo una nueva estética navideña: murales callejeros con fotos de niños blancos que tienen hambre en perfecto castellano de Tucumán; avenidas adornadas con restos de auténtico fuel del «Prestige» y un Belén viviente con el niño entre alambradas protegido por tanques.

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