Llama un inspector
BRUSELAS, que es una ciudad tan hermosa como poco emocionante, era conocida sólo por sus coles y ahora lo es por sus detectives. Las eurofinanzas se controlan desde allí y está llena de gendarmes bursátiles. Los sueños kantianos de la paz perpetua y el gobierno mundial deben echarse, cuanto más largos mejor, en la misma cama. Ahora Bruselas ha impuesto una multa de casi quinientos millones de euros a cuatro empresas por pactar precios. Se habían repartido el mercado de los tableros de yeso, con una cara de cemento, y los consumidores tuvieron que soportar precios artificialmente altos. Eso de ponerse de acuerdo para subir algo no puede asombrar a nadie: con el cambio de la peseta al euro lo han hecho hasta los guardacoches. El redondeo ha afectado a los clientes de los taxis de los pueblos y a los que nos gusta comprar flores por la calle. Se conoce que cada vendedor ambulante lleva dentro un empresario frustrado. Los distintos gremios, que no son tan distintos ya que los iguala su tendencia al abuso, jamás discrepan a la hora de elevar el coste de las cosas. Para contener esa rapacidad no se ha encontrado hasta ahora otro sistema que elevar también el número de inspectores. Lo malo es que siempre que llama uno a nuestra puerta tememos que sea el de Hacienda. Es imposible precisar el número de inspectores sin gorra que andan por el mundo. Quizá quepamos a uno por cabeza, sin contar a los de la ONU que ya han comenzado sus trabajos en Irak. A Bagdad se le está mirando con lupa. Registran hasta las alfombras voladoras, por si pudieran servir para el transporte de nuevos pilotos suicidas. El presidente George W. Bush ha puesto al frente de una comisión a Kissinger, del que no puede esperarse nada bueno, sólo que cumpla 80 años, ya que sólo le faltan unos meses. Los efímeros pobladores de este mal avenido planeta se vigilan unos a otros y los inspectores no nos quitan ojo. Lo peor es que El gran hermano no es de la familia.