EL MIRADOR
Islas Cíes
CUANDO era medio hippie (ahora lo soy del todo), al vida me llevó varias veces a las Islas Cíes, y ello pese al hambre que los hippies, incluso los medio hippies, pasábamos allí hace 30 años: el único bar de las islas, afecto al cámping, cobraba cincuenta duros de los de entonces por un par de huevos fritos. Nunca me alcanzó, en ninguna de mis muchas y largas estancias en aquel frágil parias, para comerme no dos, sino ni siquiera un huevo frito, pero a pesar de aquella menesterosidad y del mucho tiempo transcurrido, aún conservo en mis reservas gran parte del alimento que ingerí allí. Hoy me sabe la boca y el recuerdo a fuel, y me inunda un estremecido sentimiento de gratitud hacia los pescadores y voluntarios que se afanan por liberar esas islas de ensoñación de su mortaja de crudo. Me alimenté mucho en las Islas Cíes, que defienden la ría de Vigo del vertido del mar abierto, insondable pese a las sondas, y descomunal. Nunca quise pensar en ello ni traducir a palabras la dilatación del alma que allí, en aquellas islas bravas y hermosas, ensordecidas por las aves de sus acantilados se experimentaba. Se dilataba el corazón para que cupiera en él tanto alimento como el fulgor del mar, su transparencia, el silencio, las luces de los navíos a lo lejos, las leyendas de monjes, contrabandistas y piratas, los lagartos sabios, la arena finísima, la serpenteante subida al faro, las rocas ahítas de moluscos, el cielo inmenso, el rumor de los pinos, contenían. Ya sé que los Siniestro Total compusieron mucho después, cuando aquello se llenó de hippies como el desierto de San Simón de anacoretas, la canción «Matar hippies en las Cíes», pero hoy sabemos que el agua, los peces, las aves y las rocas son los verdaderos y únicos hippies de la vida, y que otros matadores los andan matando. Islas de Monteagudo, de Montegaro y de San Martiño, también a los que os quisimos nos han envenenado las reservas del corazón.