Diario de León
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León

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CUANDO en la noche del 6 al 7 de noviembre de 1936 el Gobierno de la República, presidido por Largo Caballero, se trasladó a Valencia ante la que parecía inminente caída de la capital de España en manos de los rebeldes que la asediaban, brotó espontáneo de la ciudadanía un grito unánime «¡Viva Madrid sin Gobierno!», con el que quería afirmar su determinación de resistir y de vencer pese a todo. Lamentablemente hoy, y solos también los españoles como los madrileños de aquella hora, no procede ese eslogan jubilar por a ausencia del estado ante la catástrofe del Prestige. Y no procede porque la desaparición del Estado, o su reducción a los mínimos de la recaudación hacendística y del mantenimiento de la burocracia, es enormemente lesiva para la sociedad, para sus capas mayoritarias más humildes sobre todo, pues los ricos y los dueños de todo necesitan, en puridad, un estado para maldita la cosa. Los dueños de todo son como apátridas, poseen un mágico pasaporte, un salvoconducto y un ábrete sésamo de poder y dinero que les garantiza el bienestar, pero la gente sencilla y trabajadora, los parados, los estudiantes, las amas de casa, los niños, los ancianos, la ciudadanía que se desloma para habitar entre cuatro paredes y llegar a fin de mes sí necesitan estado, un estado que cumpla su función primordial, que es la de corregir las desigualdades, administrar los bienes del común y velar por ellos. Frente ala tragedia del Prestige no es sólo que el Estado haya reaccionado tarde y mal, sino hemos descubierto que apenas existe en realidad, que está desmantelado y que carecía de buques limpiadores, y de planes preventivos y de actuación, y de casi todo cuanto se ha necesitado. A los españoles que luchan contra el fuel y el chapapote, y a todos cuantos en la distancia estamos decididamente con ellos, nos han dejado solos, como a los de Tudela, como a los madrileños de aquel terrible noviembre. Solos. Lo cual no deja de ser una pena.

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