Restricciones en Belén

A quienes viven en la ciudad donde nació Jesús les hicieron la Pascua. La huelga lo paralizó todo. Se boicotean las festividades y se prohibió adornar las calles. Los cristianos de Jerusalén y Nazaret no deben acercarse a Belén, que no parece precisamente un nacimiento. En el lugar donde vino al mundo la Luz y la Vida no luce ninguna bombilla. Los líderes cristianos palestinos están hartos de ser utilizados en Navidad y en Nochebuena, como las zambombas, y quieren que todo el mundo sepa que en los restantes días del año sufren detenciones, toques de queda, deportaciones y matanzas por las fuerzas de ocupación israelíes. Los corresponsales de prensa cuentan que en los hoteles no hay ni una sola reserva: los turistas quieren ir a cualquier lugar, menos a los Santos Lugares. Se comprende. Eso de «paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad» lleva disfrutando de un clamoroso fracaso algo más de veinte siglos. No por culpa del mensaje, sino de los intérpretes: los hombres de buena voluntad escasean. Desde Bruselas, donde parece que quedan algunos, se hace un llamamiento para buscar la ruta pacífica, pero no lo oye nadie, entre los estampidos. Para darse una idea de cómo están las cosas, basta saber que la representación de Al Fatah, el partido del incombustible Yaser Arafat, ha distribuido unos panfletos en las mezquitas amenazando con cortar los pies y las manos de los ladrones que pululan por Hebrón. La Historia Sagrada se ha convertido en una crónica de sucesos. Nuestra Navidad es más aburrida. No pasan grandes cosas y nos limitamos a hacer grandes gastos. Con muy buen criterio, los obispos piden recuperar su sentido frente a la corriente del consumismo. La verdad es que hemos transformado la teología en gastronomía. Cuando llegan estas fechas se nos abre un apetito enorme a los que podemos satisfacerlo. Somos capaces de comernos una mula con habas, aunque sea la del portal de Belén. Además aquí hay mucha luz: cien mil niños han sembrado de estrellas las calles de toda España.