El suelo propicio
Serano es una palabra mayor en el vocabulario de la tradición campesina cabreiresa de siglos. Esa tradición hallaba en él, momento y también espacio o recinto, el humus apropiado y el terreno más propio, donde se daban todas las condiciones para la trasmisión o entrega: luz, clima, porosidad, tempero, etc. Como si fuera una siembra: el narrador-sembrador esparce/cuenta y el oyente-suelo acoge, y ello en el aire y el ámbito adecuados: una cocina con el hogar en medio, la noche iluminada en ese espacio que se vuelve más íntimo a la luz oscilante de las llamas vivaces.
El serano era la universidad popular, donde en verdad surgían y se debatían los temas universales del pequeño mundo del campo, bien que bajo disfraz o en forma de anécdota o leyenda, cuento y canto. Allí se trasmitía una cultura, no civilizada, ciertamente, porque la civilización es urbana, pero cultura al fin en cuanto forma de vida universal y englobante, completa en sí misma y plena de sentido.
El tiempo del serano era el invierno con un pellizco de otoño por delante y otro de primavera por detrás, y el momento propicio es ese que define la etimología latina del término, el anochecer, la misma de los equivalentes en gallego, portugués, castellano, italiano y francés (serán, serao, sarao, sera, soirée). Hay que recordar sin embargo que al menos algunas características del serano se repetían en otros momentos al azar, como por ejemplo con ocasión de los velorios, sobre todo si estos coincidían en tiempo otoñal o invernal. Y no es extraño, si se piensa en las largas horas de acompañamiento del difunto por la noche, cuando la tensión del dolor se relajaba para dar alegre paso a las bromas y las risas, quizá alentadas por el aguardiente.
Mejor ocasión aún la encontraba en la gran fiesta familiar que era la matanza del cerdo, por lo demás siempre a finales del otoño entre noviembre y diciembre. La larga velada nocturna al calor del fuego y también al chisporroteo del aguardiente favorecía la libertad en la expresión y ciertas licencias en temas y cuestiones, que fuera de ese ámbito, podrían resultar menos aconsejables. Allí, por el contrario, el humor, por grueso que fuera, desactivaba la posible carga negativa y las volvía suaves y aceptables. En ocasiones afloraban historias y cuentos con una carga de burla anticlerical, recibida con abiertas carcajadas. Así, se contaba por ejemplo que una moza había resultado preñada por el cura del pueblo, y para tapar el escándalo, rápidamente concertaron su boda con un hombre tan bueno como simple. Se casaron en abril y en agosto fue el parto. El hombre, simple y todo, reclamó ante unas cuentas que no cuadraban. Lo hizo a su estilo y según sus primarios alcances: «¿Las mujeres no paren igual que las vacas? ¡Pero aquí solo han pasado cuatro meses!». «Lo que pasa es que tú no entiendes», le respondió la mujer. Y le dijo la explicación en forma de rítmica cantilena para mayor efecto: «Abril, abrilete y el mes que se mete son tres./ El mayo, mayuelo y el mes que vien lluego son seis./ San Juan, el rastrollo y la Virgen de agosto son nueve». Era evidente y el hombre así tuvo que aceptarlo, mucho más asombrado que resignado.
Un tratamiento más discreto dentro de ese aire anticlerical se aprecia en una historia que se cuenta en La Baña y que remite al tiempo de cuaresma en el que había uno o varios días destinados a la preparación para comulgar por Pascua florida, previa confesión, tal como establecía el precepto de la Iglesia. Suena asimismo al fondo la burla de las mujeres dadas a la afición del vino. Esos eran los ingredientes para la exposición desenfadada, lejos de cualquier intención crítica. Se contaba, pues, que una mujer aficionada al vino guardaba una bota de vino en el pajar, donde echaba sus tragos cuando iba a buscar la hierba para las vacas. Ocurrió que precisamente el día destinado a las confesiones ella llevaba la bota bajo el mantón, pero se le hizo tarde y como no le dio tiempo a llegar al pajar, se presentó con ella en la iglesia. Los confesionarios disponían en los laterales de una especie de ventanita con rejilla, a su vez enmarcada en vertical con dos salientes en forma de orejones. Las mujeres se confesaban por la rejilla y para ello se echaban el mantón por encima de la cabeza y se agarraban a los orejones, de modo que la intimidad quedaba preservada. El cura, pues, recibió a la mujer con una pregunta: «¿Vienes devota?». La mujer, pensando que le había adivinado la bota, entendió el verbo con be y respondió: «¿Véiseme?». Pero ahora fue el cura quien le puso la be al verbo y respondió de malas formas, escandalizado. La respuesta admitía por supuesto otras variantes por el estilo, según la inspiración del narrador.
El recuerdo del serano vuelve siempre a nosotros con una ráfaga de melancolía. La flor de la tradición es delicada y no se deja trasplantar así no más, que dicen en la América hispana. Recuerdo al gran Miguel Torga, un portugués enraizado incluso en su apellido, pseudónimo que vale por tuérgano en dialecto, cepo en Cabrera, la raíz de las urces. Hablando de su pueblo, escribe en su diario que el lenguaje, la comida, el suelo por los que suspira son los «de aquí». Y añade: «Y no obstante, yo ya no soy de aquí. Soy como esos árboles trasplantados, que no gozan de buena salud en el nuevo suelo, pero que se mueren si vuelven a su tierra natal».