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Les ruego no piensen que me invento la historia aprovechando la tan celebrada reforma laboral que se ha firmado. Fue algo vivido por el que escribe. Y ocurrió en un cruce en la plaza de Legazpi, de Madrid, más o menos hace un par de años.

A raíz de esta reforma laboral «que lo va a arreglar todo», de volver a pasar por el sitio que menciono y ver a un malabarista en un semáforo, rememoré toda la escena. Ni en su momento, ni ahora, tengo realmente una opinión de si lo que vi era cosa justa o injusta. A lo mejor, solamente era la vida misma. Lo que sí tengo claro es que el chaval del que les voy a hablar me pareció un tío de categoría.

Cruzábamos con más gente una calle con el semáforo cerrado. El malabarista amateur en cuestión lanzaba aros al viento, giraba sobre sí mismo durante un par de segundos, los recogía al caer y luego se movía rápido entre los primeros coches intentando conseguir alguna propina. Hasta aquí, nada nuevo. Lo que sí me dejó impresionado es que el tipo aparte de estar atento y tenso en esta situación, que no por vista deja de ser peligrosa, estaba además pendiente de su móvil que estaba metido en un soporte de su bici.

La bici tenía un cajón grande de esos que son para llevar comida a domicilio. O sea, que era un «rider» con todas las letras (o repartidor moderno, con más letras).

Para entendernos, lo que hacía el artista era una forma casi frenética de pluriempleo. Varios riders aguardaban en aquella plaza los encargos que pudieran llegar, los aceptaban rápido pulsando un botón del móvil —porque si no otro le «robaba» el encargo— y salían rápido al restaurante a recoger el pedido y luego a llevarlo al domicilio que fuera. La excepción era este muchacho, ya que era capaz de lanzar los anillos e intentar recoger propina, pero además, estar atento a si un posible encargo surgía para aceptarlo y así «cambiar de trabajo» por un rato. Y todo esto sin morir atropellado por un coche en semejante puesto de trabajo tan inseguro.

Tanto me impresionó el chaval que al cruzar la calle no tuve más remedio que detenerme en la acera y verle hacer. Les digo una cosa: había un algo de dignidad, quizá excelencia, por querer hacerlo todo y hacerlo bien. Quería agradar y lo hacía con una sonrisa permanente. Los que venían conmigo, algo ajenos al tema, me miraban con cierta impaciencia.

Aproveché uno de los momentos en los que el chaval había acabado el «show», había mirado de reojo hacia la bici e iba hacia los coches para intentar recoger lo que le dieran, para acercarme a él y dejarle una propina que por su importe creo que no esperaba. Y le dije: «vaya vida dura llevas». El chico me miró; su sonrisa ya incorporaba el agradecimiento por la propina y me dio una respuesta tan intensa como lo era su vivir cotidiano: «la plata está en la calle». Eso me lo dijo un chaval que no podía llegar a los 25 años y se lo decía a uno que bien le doblaba la edad (lo mismo también el entendimiento). Me dio respuesta a tantas cosas en ese par de segundos: hablaba de un país de origen (de esos que antes llamábamos hermanos), de tener que marchar, venir «acá» y buscarse la vida como fuera. Ni reformas laborales, ni subsidios, ni ayudas a la emancipación ni otros inventos de «europeísmo garantista». Se tiró a la vida y había que salir a flote.

Hablé a mis hijos muy elogiosamente de ese «pibe» que se buscaba la vida de forma valiente y allí comenzó una tertulia con hijos veinteañeros que me dieron su versión sobre la salud, la explotación laboral, el respeto al ser humano, el derecho al descanso, la precariedad laboral.... No les faltaba razón, por supuesto. Y entonces, les pregunté qué hacía el chico en la calle, llevando esa vida tan «acrobática «, si tantos derechos le abrigaban. No me supieron dar respuesta.

Por eso les comentaba al principio que lo visto en ese cruce, aún pasados bastantes meses, me deja indeciso. Protección para todos, derechos laborales, cobertura social, monitorización de las condiciones de trabajo… Con todo eso solo se puede estar de acuerdo y cuanto más pues mejor.

Pero pude ver que siempre habrá, como ha habido, espíritus indómitos que irán a su aire y buscarán su propio camino. Algunos de ellos llegan muy lejos «por casualidad».

Olvidé comentarles que deseé suerte al chaval (aunque huelgue decirlo). No le he vuelto a ver por ese cruce por el que paso a menudo. No tengo duda de que le irá bien.