Diario de León

Política, políticos y tradición

Publicado por
Isidro Álvarez Sacristán, de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
León

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Desde que el artículo 1 de nuestra Constitución se constituyó a España como un Estado democrático y social de Derecho, se declaró a los partidos políticos como valores superiores de nuestro ordenamiento. De tal forma que se vino a decir que el «pluralismo político» es una valor superior. Así lo considera la Constitución que lo equipara a la igualdad, la justicia y la libertad. No nos hemos dado cuenta —bueno algunos, sí— que la política es un valor superior, que quiere decir que no hay nada por encima. Que el pluralismo político está por encima de cualquier otro valor. Y es superior «del» ordenamiento jurídico. O acaso —como viene a decir Alzaga— debería de ser superior «a» dicho ordenamiento.

Sea como fuere, los constituyentes programaron en el artículo 6 que el pluralismo político lo componían los partidos políticos y que estos «concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular», de tal suerte que conforman, por ello, una ideología. Y estas ideas que propugnan la formación, no pueden ser otra cosa que la expresión de valores superiores. Así, desde esta valoración, una ideología, —una política— no puede ir en contra de la libertad, la democracia, la justicia y la igualdad. Ya se guarda en decir la ley de partidos políticos que «deberán respetar los valores constitucionales…» y va enumerando acciones que no amparan conductas como legitimar acciones violentas, apoyo «expreso o tácito» al terrorismo, programas de enfrentamiento civil, etc.

No es posible legitimar conductas políticas —pluralismo político— que sean contrarias a la libertad o a otros valores superiores que se fijan en varios pasajes la Constitución, tales la solidaridad, la seguridad, la igualdad, la dignidad, etc. De tal forma que nuestro Diccionario del Español Jurídico, dejó claramente definido al pluralismo político: «Principio básico constitucional que se manifiesta a través de los partidos políticos con estructuras y funcionamientos democráticos y que tienen en la libertad ideológica el fundamento necesario para su identidad política». Pero esta libertad ideológica —hacer política— no puede ni ir en contra de la libertad de su formación ni apoyándose en estructuras perversas o dañinas para el entramado social y democrático o para una parte de la sociedad. Cualquier régimen que no entronque su ideología política en esos valores superiores sería tachado de totalitario y, por ello, fuera de una sociedad democrática.

El servidor de una ideología política que acoja esos valores superiores es el político que cumpla a rajatabla con el ordenamiento que le posibilita su acción plural. Debe ser hombre de seguridad y honrosa prestancia, y cumplidor de «todos» los valores que acompañan a su ideología que, por mandato constitucional, debe regirse por la lealtad institucional. El político no puede ser un advenedizo que lo sea por ir correlativo en unas listas electorales. El político —bien lo dejó escrito Azorín ( El Político , 111)— «Sepa distinguir los valores nacientes, positivos, en el revuelto y confuso fermentar y germinar de las gentes nuevas». Ni transitar por ideologías arcaicas y trasnochadas, bajo el paraguas de un falso progresismo. Los políticos que se pasean por la actual ideología socialcomunista ni son ideas nuevas ni aportan los valores que, por su naturaleza, nacen del espíritu. Más bien se apoyan en la clásica teoría leninista de que: «la naturaleza, el ser, lo físico, es lo primario, el espíritu, la conciencia, las sensaciones, lo psíquico es lo secundario» ( El materialismo ,… 15) .

Es más, el político debe de tener presente en su quehacer y en su actividad, lo que se han llamado valores tradicionales. Bien es verdad que no figura entre los que se relatan en el artículo 1 CE, pero se fijan en el Preámbulo de nuestra Carta Magna, proclamando la protección de «cultura y tradiciones». Porque si la tradición, en sí misma, no es un valor constitucional en el sentido estricto, si es un principio rector del devenir social, es una virtud intrínsecamente ligada al ser social y, por ello, se rige por una responsabilidad, tan íntima, que ha de ser pedida a todo miembros de la sociedad, y mucho más al político, cuyas esencias tradicionales debe tener presente sin dejarse avasallar por los «ismos», arcaicos o extranjerizantes. Ya nos lo dijo Unamuno: «Bueno es conocer con amor las tradiciones todas (…) de la que vive con nosotros, si nosotros vivimos…» ( Más sobre la crisis …, 828). La tradición es lo perenne, lo espiritual, lo que nunca pierde su esencia; por eso deben de estar presente en nosotros y no dejarse avasallar por los totalitarismo que, ahora renacientes, pueden matar aquellas monumentos ideológicos o jurídicos, históricos y permanentes que nos ayudan a sobrevivir sobre los cantos de sirena como falsos progresistas; más bien, tan decadentes, que puedan asolar la actuación del político, cuya misión es tener presentes los valores relatados y no ejercer su misión sobre las ideas trasnochadas sino ante vivencias históricas que puedan revivir el espíritu social. Si no lo hace así es mejor que se vaya a su casa y se dedique a otros menesteres.

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