Diario de León
Publicado por
Casimiro Bodelón Sánchez, psicólogo clínico
León

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El médico, psicólogo y ensayista suizo C. G. Jung decía en una de sus frases redondas: «Pensar es difícil, por eso la mayoría prefiere juzgar»; partiendo de esta afirmación jungiana, tras la lectura del artículo del Dr. Luis López Herrero en esta misma sección, sobre las soledades, con su permiso, quiero hacer mis propias reflexiones.

Hay soledades urbanas, que él citaba; hay soledades rurales, que muchos viven; hay soledades profesionales, que algunos sienten; las hay individuales y también colectivas. ¡Ay, soledaaad! En el libro sagrado, que, aunque solo fuera por cultura, deberíamos leer con más frecuencia, en el sapiencial Eclesiastés , (4,10), el predicador se lamenta diciendo: «¡Ay del solo, porque cuando caiga, no tendrá quien le levante». Hoy, el fanfarrón ignorante nos dirá: «Eso lo arregla Cruz Roja con el botón de alarma». Ya; ese botón es útil para un arreglo en emergencia hospitalaria, que no es poco ni fútil; pero Cruz Roja no puede llenar el vacío vital, no puede cubrir la sensación de abandono que silenciosamente mata poco a poco a tantas personas, vecinos de nuestro barrio, pueblo o ciudad.

Nacemos todos de una relación querida o fortuita, pero siempre relación, y ello nos hace esencialmente sociales. Nos seguimos haciendo o deshaciendo relacionándonos «con los otros». No nacemos para la soledad, por eso nos da mucho miedo «sentirnos solos», aunque estemos rodeados de personas. Nacemos con cinco sentidos, que son nuestras antenas de contacto y las cinco necesitan ejercitarse a diario trasmitiendo o recepcionando ondas, bruscas/suaves, agradables/estridentes, sonoras/táctiles/visuales/olfativas/gustativas. A través de estas experiencias diarias adquirimos nuestra estructura personal, más o menos comunicativa, más o menos agresiva; nos socializamos con mayor o menor introversión/extroversión. A través de estos trasmisores-receptores también puede caernos un «mal rayo» que nos mate o nos puede dejar maltrechos de por vida. Repase cada uno sus propias experiencias y hallará en su historia personal de todo, mejor o peor.

En todo el capítulo 4, el sabio predicador reflexiona sobre las miserias de la vida en sociedad: la opresión de la fuerza sobre el hombre aislado o el más frágil; habla de la pasión política y del abuso del voto y de la religión gregaria; en una palabra, reflexiona sobre la tiranía o abuso del poder y de la sensación que a uno le queda cuando se siente defraudado o utilizado como un clínex. «Mas valen dos que uno solo —afirma—, pues obtienen mejor ganancia de su esfuerzo. Si cayera uno, le ayudará su compañero». Animo a leer este y otros capítulos del sabio predicador. Entenderán algo de las luchas fratricidas que todos conocemos y a veces vivimos, entre políticos, entre familias, entre profesionales, en la intimidad de las alcobas o en la frialdad de los despachos. Parece que la envidia y el ego invitan más a la zancadilla que al apoyo proximal; todo eso nos deja un sabor muy amargo. ¿Por qué se han disparado los suicidios?, ¿por qué se nos está rompiendo la paz democrática?, ¿por qué nos mienten a diario los servidores públicos? Pues, les aseguro que no lo sé, pero sí detecto esa sensación generalizada y se me hiela el alma en este océano de soledad; océano batido por vientos huracanados de miseria, falacia y psicopatía narcisista, donde se impone agresivamente el yo, yo, yo, y a los demás…que los zurzan.

Y, claro, luego nos quedamos paralizados, sin aliento, al escuchar el relato de ese macarrilla, adolescente quinceañero que dispara y mata, sin que le tiemble el pulso, a su madre, a su hermano menor y a su padre, para que no le impidan el solipsismo cerrado de su juego con el móvil. ¿Un brote psicótico?, pregunta alguien. No, nada de eso. La enfermedad gravísima de ese individuo no se cita ni en el DSM5 ni el CIE11 (manuales de trastornos del comportamiento), porque no es de tipo médico y sí es de tipo social. Le hemos contagiado los adultos cuando mentimos sin rubor en público y en privado, cuando mantenemos conductas abusivas, cuando insultamos agresivamente desde las gradas de un polideportivo y amenazamos de muerte al árbitro que ha pitado una falta, cuando empleamos sistemáticamente lenguaje coprolálico, es decir, cuando nos ciscamos en el de arriba y en el de abajo ante la menor contrariedad o frustración…; yo casi afirmaría, sin miedo a equivocarme, que ese macarrilla criminal ha mamado o tomado en biberón muy mala «leche» en alguno de los ambientes en los que ha crecido desde que llegó a este mundo. Sí, porque todos nos gestamos en diferentes placentas: la materna, la familiar, la escolar, la religiosa, la política y la del colegueo. Demasiados biberones y no siempre con «buena leche».

No nos percatamos de que la infancia tiene una gran plasticidad, para lo bueno y para lo malo. Nacemos con un disco duro muy sensible, donde se graban los valores y los contravalores, los mensajes explícitos y los implícitos que llegan a nuestras antenas, desde que nacemos hasta que nos morimos. Aprendemos más por lo que vemos y percibimos en nuestro entorno que por los mensajes de moralina barata. ¿Nadie se siente responsable de tanto acto vandálico, (cargue cada uno la cesta con todo lo que vemos a diario en los parlamentos y en la crónica política-religiosa-social), cometido por ciudadanos de a pie, trabajadores irresponsables con bajas fraudulentas cuyos hijos las conocen, saqueos de las arcas públicas sin pudor de políticos de todo pelaje, las violaciones que los más jóvenes sufren y ven cómo eso se airea y aprenden a pasarlo a las redes sociales? Pues, ahí tienen el caldo en el que se cuecen estas mentes de mal paridos y socialmente mal gestados por las matrices públicas. Estamos llenando el mundo de huérfanos con padre y madre, que se sienten solos, porque este mundo de hoy ha sobrealimentado patológicamente el principio freudiano del placer, guardando bajo llave, cobardemente, el principio de realidad, el valor del esfuerzo. La vida no es una limosna, sino un don que hemos de conquistar cada día con esfuerzo proporcionado. Hacerles creer que el pan nuestro de cada día llueve del cielo, si juntan las manitas, es el engaño más peligroso, que al fin les convierte en lobos frustrados y hambrientos, vagabundos solitarios y sin alma, condenados al infierno civil de por vida.

¿Alguien ha conocido las consecuencias y la peligrosidad de niños-niñas-adolescentes y jóvenes que viven una prolongada orfandad, teniendo padre y madre, o que al llegar a la escuela en lugar de maestros y maestras coherentes, se encuentran con asalariados ajenos al arte pedagógico, incapaces de seguirles embridando con cariño, sí, con respeto, sí, pero con la firmeza suficiente para que el arbolito crezca recto y libre de conductas como las que estamos viendo? Pues miren, yo he pasado la mayor parte de mi vida entre niños y jóvenes de todas las clases sociales y he conocido esas orfandades y sé a dónde llevan y, para colmo, la ley educativa de la hoy embajadora Celaá es la cuna que va a inundar este país nuestro de huérfanos solitarios y peligrosos por brindarles biberones con «leche desnatada» hasta los 16 años. Si no llega un gobierno que derogue pronto ese engendro, sufriremos ellos y nosotros la miseria, es decir, la peor de las soledades, el desamparo y la soledad patria.

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