Diario de León
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Diariamente asistimos estupefactos a las iteradas imágenes y comentarios referidos al vigente conflicto ruso-ucraniano. Los humanos creíamos haber experimentado y contemplado todo tipo de crueldades, de sinrazones. Es necesario recordar la historia para conocerla y conocerla para no avanzar a ciegas (Agustín de Hipona), pero al lado de la memoria camina el olvido, dos caras de la misma moneda. El suceso bélico reciente es una muestra asnal del tropiezo continuado del ser humano que deambula por esta pequeña nave sideral, el planeta Tierra, entre la ignorancia y la ingenuidad, el olvido y la supuesta bondad universal que habita en todo individuo de la especie humana por la mera pertenencia.

Se ha de recordar que el hombre es el protagonista de la historia y de ella debe tomar conciencia a fin de humanizarla, construirla a su semejanza como ser de necesidades y de esperanzas. De los modelos políticos conocidos, —por otra parte, secularmente, el menos implantado en la historia de la humanidad— es la democracia el que más se aproxima a la condición y a las exigencias del ser humano. Es el hábitat más natural dado que en su carácter implica y permite que todo individuo pueda ser persona, ejecutar su papel en el escenario de la vida (M. Zambrano). Y esencias de este papel son la libertad y la autoconservación, la paz y la vida. Es idea de los humanistas humanizar a la sociedad, pero frente a esta idea actúan sus negadores.

Sucede que actualmente asistimos a un proceso de deshumanización vertiginosamente creciente. Los neototalitarismos, los nacionalismos, los crisolhedonismos, los autócratas y demagogos se citan y reclutan sin cesar en el ejército del dios de la guerra, Ares. Un dios que persevera y no ceja de campear por el mundo, —últimamente con virulencia sobre solar europeo—, originando un conflicto bélico amenazante, con la gravedad de alargarse y de conducir a millones de personas al hondón de los infiernos. Acabamos de salir del sangriento siglo XX. Bien parece que la experiencia no ha sido suficiente. De nuevo crecen los sátrapas autócratas, también los desmemoriados, permitiendo que las cuadrigas mortíferas de este dios traten de domeñar e imponerse con su desproporcionada e irracional fuerza.

Ciertamente no ha sido la democracia el modelo que cronológicamente, incluso la solo formal, la que más se haya implantado; se trata de un modelo que lenta, en vaivén, y recientemente se implanta. Sabemos que es planta de esperanzas, pero ambivalente entre la fragilidad y la fortaleza; mas no siendo válida la sólo numérica ha de señalarse que su fortaleza la define la unidad, mas no la uniformidad, de cuantos la defienden y creen en los valores que encierra. Además, siendo la política la actividad más humana y que su dinámica se describe entre los mayores dramas y glorias del ser humano, también es parte de la cultura como respuesta a una necesidad y requiere conciencia histórica para no renunciar a ella ni uno mismo; pero, en sus ámbitos han crecido falsos ídolos que como tales exigen víctimas. Tales ídolos se nutren, a fin de poder pervivir, de sacrificios violentos. Precisan de la sangre de sus víctimas y, también en su caso, de lo más valioso del hombre, de su libertad. Los ídolos han y siguen generando una historia sacrificial mientras demagógicamente promueven falsas promesas y discursos amenazantes. Frente a ellos no cabe el error de la pasividad, pues la pasividad aloja la derrota. La quietud tras los difusos discursos bonistas, incluso en etapas de paz, no es la solución; pues, la democracia dispone de fragilidades y de enemigos. Los ejemplos abundan. La democracia necesita constante vigilancia y apoyo activo y creador como detente frente a sus enemigos.

Se itera, si el objetivo del hombre es el ser persona, se ha de provocar el sistema que lo permita y solo, de momento, de los conocidos el que más lo garantiza es la democracia participativa, alejada de la numérica oficializada, elitista, estática y ritualizada cuya existencia solo la enmarca el mal uso de su nombre. Así ante el actual conflicto bélico europeo —mas no deben de olvidarse los otros aún sostenidos en diversos continentes— abundan discursos líquidos, escaso de análisis firme o suficientes para liquidar lo que dicen defender. Son discursos tangenciales que se ocultan tras ingeniosas disyuntivas de equívoca defensa de una ‘diplomacia dialogada’ frente a quien la desprecia por su actitud de sátrapa matón mientras se liquida ética y jurídicamente a un pueblo, —uno más—, por parte de un verdugo victimario que se autocalifica descaradamente como víctima en un alarde de confusión calculada; la confusión propia, bien conocida y desarrollada por el descarado victimismo de los nacionalismos victimarios.

Se recomienda no caer en esta trampa, pues para la defensa de lo que se anhela, de las esencias que habita en el modelo democrático se han de tomar decisiones que, a veces, pudieran ir en dirección contraria a lo que se defiende; en su defensa cabe, incluso, llegado el caso, «pisar la raya» a fin de defenderla en igualdad con los métodos no deseados que la atacan. De este modo frente a la soberanía de los ídolos victimarios toca elegir entre seguir el camino de la humanización de la historia o de la destrucción.

Estamos ante el ataque a un país soberano. La soberanía de los pueblos y la voluntad de elegir es parte de las esencias de la democracia. En este enfrentamiento los demócratas han de olvidar el ‘noli me tangere’ («no me toques»), el «no me mancho las manos» acomodaticio, intelectualista y aromatizado de bonismo, pues pudiera convertirse en cómplice, aunque no lo pretendiera, del sátrapa autócrata

Asistimos a un grave enfrentamiento de consecuencias imprevisibles, de destrucción material y también inmaterial. Ante esta situación no cabe ni tangencialidad ni la inane ceguera, tampoco ignorar que no es la única guerra que cunde actualmente sobre el planeta, ni tratar de olvidar otros dramáticos conflictos. Ciertamente estamos ante el ataque a un país soberano. La soberanía de los pueblos y la voluntad de elegir es parte de las esencias de la democracia. En este enfrentamiento los demócratas han de olvidar el  noli me tangere  («no me toques»), el «no me mancho las manos» acomodaticio, intelectualista y aromatizado de bonismo, pues pudiera convertirse en cómplice, aunque no lo pretendiera, del sátrapa autócrata. Quizá debiéramos recordar que tal autócrata cuenta con esta posibilidad, pero también que se halla en juego la paz y la libertad y está harto experimentado que el modelo que con mayor fuerza las garantiza es la democracia, el régimen de todos que por tal motivo se ha de cuidar y defender por parte del perenne aspirante a ser persona. Es la elección entre biofilia o necrofilia, vida y libertad o destrucción y muerte.

De esta dicotomía, frente a esta lección tenemos experiencia dramática en España. La falta de arropamiento a una incipiente y joven República democrática condujo a décadas de dictadura, a la falta de libertad ocultada tras los propagandísticos y falaces «años de paz». ¿Puede existir la paz con ausencia de libertad? En aquel momento, numerosos intelectuales y demócratas al igual que en la clásica Atenas, cuna reconocida del modelo democrático —considerando su contexto—, optaron por la defensa de la libertad, en defensa de la República soberana. En Atenas, precisamente a la diosa de la sabiduría, Atenea, llegada la ocasión se le revistió —así lo atestiguan numerosas esculturas— de casco, espada y escudo para defender a la polis, a la ciudad. Atenea era la diosa de la razón, la diosa a la que no dudaron en armar, en presentarla como símbolo de «la razón armada».

Se impone, pues, tomar la elección de que en el compromiso con los valores democráticas no vale la tangencialidad justificada o amparada en discursos bonistas, bajo el amparo de la providencia o de la diplomacia dialogada ni, tampoco, por la ceguera acomodaticia e intencionada. Se ha de valorar que llegada la crisis —hoy bien presente— «la razón armada» también es un modo de «razón cívica», de compromiso con los valores democráticos. Estas razones, de igual modo, desde el compromiso a la vez, por otra parte, no han de cejar en solicitar de continuo, —al igual que lo hicieron los perros de Cervantes, Cipión y Berganza ( El coloquio de los perros) —, «un poco de luz y no de sangre» bajo la esperanza de que estas razones, la armada y la cívica, incidan en recordarnos que «cuando abunda el peligro crece lo que salva» (Hölderlin) y que al igual que «el sol entre las nubes, así asoma la verdad entre los embustes» (Cervantes), a pesar de que nuevamente se estrena el avance de una historia que no cesa de presentarse sacrificial a la vez que no se permite que la humanidad alcance la anhelada historia ética.

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