Diario de León
León

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Se da por hecho que el cerebro es el órgano más vanguardista, el más evolucionado, el más inteligente y adaptativo para aportar beneficios en la andadura interminable del ser humano. Claro, que el que se dé por hecho no quiere decir que todo lo dicho sea toda la verdad. Lo cierto es que ese portentoso y complejísimo órgano tiene sus limitaciones e incluso fallos, cuyas consecuencias pueden ser bastante nefastas para el sujeto propietario del mismo.

Partamos del supuesto de que es en el cerebro donde se originan y asientan las denominadas, pomposamente, facultades mayores o superiores de las que dispone el ser humano para desenvolverse y progresar con éxito en medio de la naturaleza de la que hace parte. Me estoy refiriendo, obviamente, a la inteligencia y a la voluntad, las cuales, según los clásicos, actuarían relacionándose entre sí; vamos, siendo un tándem de éxito indiscutible. No viene al caso, para el desarrollo de este artículo, introducir ni hacer disquisiciones sobre otras «potencias del alma» (incluidas las diferentes clasificaciones que hacen los clásicos de la misma). Y en cuanto a las facultades consideradas inferiores (inferiores por ser consideradas por el hombre como tales al identificarlas con lo «animal») como las facultades sensitivas y vegetativas con asiento, igualmente, en el cerebro, iremos viendo su protagonismo.

Es obvio que, con la llamada de atención del título de este artículo, me voy a referir a aspectos problemáticos producidos por fallos clamorosos del cerebro en los que las denominadas facultades superiores se supeditan a las consideradas inferiores. Es igualmente obvio que considero el fallo como el resultado negativo en una escala predeterminada de valores, por ejemplo: la salud es preferible a la enfermedad, la vida es preferible a la muerte, la libertad es preferible a la esclavitud etc. Advierto que no me voy a referir ni a enfermedades ni a trastornos mentales en general. Me voy a referir a algunas formas de adicción, no precisamente a sustancias sino a comportamientos, y dentro de estos a los implicados directamente por las redes sociales, el internet, tv etc.

El fallo más característico y determinante en estos trastornos es el que concierne a la voluntad, una de las mencionadas facultades superiores, lo que hace que el individuo pase de ser amo a siervo. El cerebro no es ajeno, ni mucho menos, a este proceso; más bien es protagonista o cómplice del mismo al engañar al sujeto con satisfacciones sublimes, utópicas (en realidad, distópicas) que ha ido proporcionando convenientemente y en pequeñas dosis placenteras hasta convencer al usuario que bien merece la pena morder la carnaza del anzuelo que está oculto en la misma. Una vez mordido el anzuelo, aparece enseguida la búsqueda ansiosa ante el malestar de la dependencia no satisfecha. Y lo mismo ocurre con la inteligencia, otra de las mencionadas facultades superiores de las que dispone el ser humano y que se convierte en un juguete roto y sometido a una voluntad pervertida y manipulada por un deseo primario e inferior en la escala de los valores mencionada más arriba.

En un artículo anterior titulado Los poderes ocultos del teléfono móvil hacía yo mención a la fuerza silenciosa, pero poderosa, que ejerce el mencionado aparato sobre el usuario del mismo. Y yo me pregunto ¿qué papel juega el cerebro en la preferencia, cada vez más notoria, del sujeto por la realidad virtual? ¿Qué se ha introducido, qué semilla está germinando en el mismo que tiende a desplazar la realidad natural y consuetudinaria hacia formas diferentes de relación satisfactoria en el ser humano? ¿Qué está pasando en el cerebro del ser humano que tiende a relacionarse más con los productos, cada vez más numerosos y sofisticados, de la llamada inteligencia artificial, que con los propiamente naturales? El apego hacia esos objetos y sus funciones es significativo y sorprendente hasta el punto de que los niños, sobre todo, y en una proporción nada desdeñable prefieren, en muchos casos, comunicarse con esos dispositivos más que con sus compañeros, incluso cuando están juntos físicamente.

No me estoy refiriendo al uso, sino al abuso de esos artilugios. Se ha pasado del medirse, del aprender el arte de la amistad (y el de la enemistad) con el prójimo, a tratar de vivir y enfrentarse con el aparato virtual creyendo que el superar las dificultades que le ofrecen los mismos, así como las gratificaciones que le producen, le garantizan tanto el éxito como el placer en la vida real. Tampoco se consiente el aburrimiento como punto de partida para imaginárselas para salir de él y crear nuevas expectativas. Se le engaña al niño, se le maleduca cuando se pretende evitarle todo tipo de frustración (sin excluir la comodidad personal de la persona mayor implicada en el asunto), y se le suministra, antes incluso de que lo desee, el «juguete» en cuestión, con lo cual no gana en el aprendizaje de enfrentarse a ella, la frustración, en la vida real. La gratificación inmediata predispone al cerebro a incitar al sujeto a repetir la experiencia, que puede acabar sin distinguir quién es quién en el proceso, si es libre o esclavo.

Ya sé que el asunto de las adiciones en este campo es complejo, y más cuando la sociedad, bien sea porque está en crisis de valores o porque se ha deslizado hacia un hedonismo sin mesura, o porque la inteligencia se ha desviado de su destino, ejerce un papel determinante en este proceso. De lo que no me cabe la menor duda es que el cerebro se apunta enseguida al principio o a la ley del placer, y que en muchos casos le importa muy poco el precio que el sujeto pague por conseguirlo de forma efímera. Vamos, que, en la dialéctica entre las denominadas facultades superiores como la inteligencia y la voluntad, por una parte, y las inferiores, consideradas como tales por estar directamente inmersas en su sustrato biológico, por otra, el cerebro, en los casos de las dependencias reseñadas, se inclina fácilmente por la satisfacción de la inmediatez. Queda por ver si la cultura extraviada o espuria pervierte a la natura; vamos, si el hombre nace de una manera y si, en su caminar, se pervierte.

No quiero acabar este artículo sin remarcar, y hacer un hueco a la esperanza, pues al cerebro se le puede educar, en el sentido etimológico de la palabra que es dirigir, encaminar, y en lo que la RAE también define como «desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven…educando la inteligencia y la voluntad». Ya sé que la tarea no es fácil, pero ahí es donde reside un futuro mejor para el hombre.

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