Diario de León

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Siempre que me confronto con una piedra del paleolítico o un hacha de la edad del bronce, me sorprendo con un pensamiento: «Hace falta poder sentir ese momento incierto de desconcierto y de angustia, y ubicarse en la piel de todos esos seres que, mirando el firmamento, trataban de atrapar esa pregunta insondable —que aún hoy nos sigue atenazando a todos—, para poder sentir y comprender el origen y el valor que portan los mitos, la fantasía, la imaginación humana».

Por eso me interroga mucho más el amplio abanico de las ficciones que el de la literatura propiamente dicha, del mismo modo que también siento mayor interés por el misterio acerca de lo sagrado que por las religiones, que no son más que la organización, jerarquización y cosificación de una sensación transcendente convertida en voluntad de poder, a partir del pensamiento y la imaginación humanas. Además, tanto lo sagrado como la ficción, que fluyen por la mente desde tiempo inmemorial a partir del alma, son mucho más arcaicas que la literatura o la religión, puesto que éstas ya suponen un modo de elucubración estructurada de dichos fenómenos o aconteceres psíquicos, una vez puesta en marcha la capacidad cognitiva del ser humano, el hecho de conocer y de padecer, en el contexto del lazo comunitario.

Si bien la literatura se nutre de la ficción, no toda ficción es literatura. De hecho mis pacientes, de una u otra manera, ejercitan la ficción a través de sus fantasías diurnas y síntomas, pero ni son necesariamente escritores o artistas, ni tampoco poetas, aunque algunos lo logren con ese «saber hacer» tan particular, que sólo está al alcance de algunos individuos con un deseo decidido.

Ahora bien, mientras el pensamiento trata de ordenar y dar sentido a todo ese caos que alimenta el alma, la imaginación bordea los límites del conocimiento racional, nutriéndose de ese magma que escapa a la razón y a sus pretensiones de totalidad, para hacer existir un mundo en el que la satisfacción del deseo y el goce, pueden darse la mano, haciendo vibrar en el cuerpo una sintonía única para deleite de la propia subjetividad.

Luego dentro de las capacidades de los individuos es indudable que la fuerza enigmática, que empuja la imaginación, sea más interesante que la cognición, mucho más estéril, aunque necesaria, a la hora de alumbrar la capacidad creativa del sujeto. Y es que si bien todos hablamos, pensamos o disponemos conocimientos, no todos los seres, hombres, mujeres y demás identidades, son capaces de crear a partir de ese «salto» sin nombre que irrumpe en la conciencia de modo sorpresivo.

De ahí que podamos pensar en un cierto marco evolutivo para la capacidad del conocimiento humano, pero ¿es esto mismo posible con respecto a la imaginación y su «salto» creativo singular?

En mi opinión, aunque la genuina imaginación vaya al compás de esa realidad que vehiculiza el pensamiento y sus diversos modos de conocimiento, ésta siempre la desborda en un intento de dar respuesta a ese imposible que nos interroga como seres parlantes, desde el principio de nuestra existencia. La muerte y sus antídotos, la conquista de la sexualidad, el destino y sus avatares, la búsqueda de la identidad, miedos, angustias y culpa, son sus temas preferidos, con variaciones en la forma o el estilo narrativo en función de la época, pero sin alcanzar jamás esa plenitud de sentido, que la palabra, el trazo o la fórmula, tratan de lograr inútilmente, porque algo siempre se nos escapa.

Ahora bien, si para algunos Virgilio fue un caballero vidente capaz de manifestar visiones proféticas, en un tiempo en que eso era posible porque los cielos aún hablaban, ahora, en la hipermodernidad, en la que brilla un silencio sideral liderado por leyes y fórmulas, ya no hay visionarios ni tampoco sueños que funcionen como tal, porque la población ya no sueña sino que tiene sueño, dormitando sin rechistar entre las mallas de la oferta, de múltiples objetos tecnológicos.

De ahí la necesidad de despertar, aunque sólo sea por un instante, para desplegar en solitario esa imaginación que verdaderamente nos distingue como sujetos. Porque si es cierto que el conocimiento es común, la puesta en acto de la imaginación es lo que verdaderamente nos singulariza.

De ese modo, se necesita un espacio en el que pueda ponerse a prueba esta capacidad imaginativa ancestral, que nos hace tan humanos, en la que anhelos, sueños y fantasías saltan por encima de todo aquello que, tanto la razón como la realidad, tratan de imponer con sus férreos límites. Un instante de soledad, interesada, que permita dar rienda suelta a esa fantasía que nos libere del impuesto de realidad, en un intento de afianzar y construir nuestra parte más íntima, esencial. Esa, precisamente, que nos separa de los demás, para otorgar a nuestros actos y pensamientos un modo singular de hacer, que nos distingue y diferencia de la plétora comunitaria.

Sin embargo, en la época del espíritu de la técnica, no parece que la imaginación esté cumpliendo una función esencial en la preparación de nuestros jóvenes, ni tampoco en esta cotidianidad tan cargada de información estéril como de secuestro tecnológico, que nos roba nuestro delicioso y efímero tiempo.

Es indudable que no es fácil extraerse del camino de alienación en la que el discurso social trata de atrapar a sus ciudadanos, para alimentarles con la misma papilla sumisa de siempre. De ahí que sea preciso un punto de valentía y de decisión individuales, un acto, en el que se muestre la capacidad de libertad y de creatividad a partir de esa imaginación que, bordeando la realidad, haga surgir otros mundos, diferentes personajes y vivencias, que garanticen la singularidad de cada uno.

Por supuesto que no nos va la vida en ello, pero sí, quizá, lo más auténtico de nuestra existencia.

Y para disfrutar de todo esto, les recomiendo como lectura para estos tiempos de impasse, el encuentro con los libros de José María Merino La novela posible y Luis Artigue Ficción para multitudes, como ejemplo del valor que puede adquirir la imaginación en una obra.

Tranquilo verano y dichosas vacaciones para todos.

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