No se oyen tambores en Sacré Coeur
Que no digo que puestas de sol no las haya mejores y peores. Tampoco que no las haya más evocadoras o menos. Y que, desde luego, ver una puesta de sol en una playa mediterránea, un tío/a lanzando fuego por la boca, otro/a haciendo cabriolas, música chill out de fondo, comprar collares y pulseras, aroma a porro para compartir y todos cogidos de la mano (indispensable) es bastante inspirador.
Del mismo modo, pegarte una buena ascensión a cualquier monte que esté en zona despejada y engalanar la cumbre para la ocasión con banderas budistas tibetanas también es digno de recordar.
Es importante en ambos casos ponerse solemne, mirar al infinito, cerrar los ojos, decir que sientes que la «energía» te está llegando y, por supuesto, no ponerse a contar chistes de esos que ya sabemos. No habría nada menos apropiado en ese momento. Prohibido también decir: «Ah, pues muy bonito». No es nada trascendente.
Lo de las puestas de sol ha llegado también a los catálogos de viajes y se ha incorporado a los tours como una atracción más.
Recuerdo un lugar de este país donde solía ir con la familia a pasar las horas y donde la puesta de sol era «la hora de irse». De repente, de un año para otro, empezaron a llegar los autocares y con ellos los saltimbanquis, los buhoneros, algún carterista… Se construyeron pasarelas y después del espectáculo fritura de pescado y sangría para los grupos. Dejamos de ir, claro.
También recuerdo cómo hace bastantes años (pero bastantes) pasé unas semanas de verano en París. Buena edad y buena compañía. No era algo masivo por aquel entonces el subir las escaleras de Sacré Coeur y esperar la puesta de sol, si bien la idea era más bien el que llegara la noche y ver las luces de la ciudad. De todos los barrios empezaba a llegar gente a lo que era una tertulia internacional. La noche anestesiaba la vergüenza y allí hablábamos, con torpes acentos, los idiomas del primer mundo, felices por poder comunicarnos. En algún momento empezaban a sonar instrumentos, casi siempre de percusión, también alguna flauta y empezábamos a repasar a Los Beatles, Bob Dylan y alguna cosilla de cantautores franceses (eso para los más iniciados).
En aquella atmósfera el personal se enamoraba perdidamente y se hacían promesas imposibles que no iban a ir más allá de ese rato en aquella parte del mundo. La noche y el barrio de Montmartre tenían esas cosas. También ayudaba el beber a morro (lo que fuera ese brebaje) que iba corriendo de un lado para el otro: faltaba todavía mucho para que las grandes pestes nos metieran el miedo hasta de darnos la mano cuando conocemos a alguien. He preguntado hace poco a un local por aquellos ratos y me dijo que ya no es igual: autobuses, tours , escaleras abarrotadas. No es lo mismo; y no suenan los tambores.
Pero no todo es mala noticia. Hay un lugar en un pueblo de Segovia, una playa en Galicia y otros sitios según cuentan (no puedo dar más detalles, espero que comprendan) donde todavía se puede ver una puesta de sol sin que parezca una terminal de aeropuerto a mitad de agosto.
En unos de esos lugares algunos días una brass band ensaya, interpreta, juega y versiona. Se apartan para soplar con fuerza el metal, pero su sonido llega lejos y se funde con los últimos calores de la tarde. El sol, que se batía en retirada, se demora y aguanta hasta derrumbarse detrás de los oteros.
Pienso que lo mejor es que cada uno se busque su puesta de sol. Lo que se ha hecho siempre, vamos.