El «idioma» del paciente
El quehacer médico tiene como principal misión saber interpretar con corrección el «idioma» que habla el paciente. Ese «idioma» el enfermo lo empieza a manifestar con la expresión de sus síntomas y también a través de la exploración. Esas son las dos formas iniciales con las que el enfermo desea «explicar» sus dolencias, y que el médico debe saber traducir en un elenco de posibles patologías. Dos formas, por cierto, primordiales insustituibles de expresión del enfermo que están en las antípodas de la llamada «medicina telemática».
Pero la labor de «intérprete» del médico no acaba ahí, ya que, para entender adecuada y completamente al enfermo es imprescindible que se haga cargo, en buena medida, de las circunstancias que le acompañan y que pueden integrar, e incluso explicar, el conjunto de su enfermedad. A demás, muchas veces, el médico deberá contar con esas circunstancias para elaborar el ritmo tanto de las pruebas como del tratamiento.
En ocasiones, puede ocurrir que ese dialogo entre paciente y médico se vuelva, sobre todo al principio, algo extraño para ambos, la mayoría de las veces de forma involuntaria sea por falta de explicaciones o de atención entre uno y otro. Eso, con todo, no constituye problema importante con tal de que se cuide la sinceridad y la sencillez entre ellos.
El problema capital proviene cuando en esa relación profesional entre el médico y el enfermo hay «interferencias» que mantienen un tono débil y casi inaudible en la comunicación de sus mensajes. Una causa principal del dicho deterioro hay que buscarla, básicamente, cuando el médico, en la práctica, se limita a tratar al enfermo como un mero elemento deteriorado al que únicamente hay que procurarle una tanda de remedios de restauración, o bien como un expediente a resolver con mayor o menor complejidad, sin que exista, en esa relación del médico con el paciente, espacio o tiempo para sopesar las distintas circunstancias personales que acompañan a toda enfermedad. Salta a la vista, por evidente, que en España las condiciones laborales en la Seguridad Social, en un altísimo porcentaje no solo no favorece sino que incluso impiden que el médico pueda dedicar ese tiempo que merece el paciente. Las responsabilidades son de alto calibre.
La mayoría de los fracasos en el ejercicio de la medicina no provienen de un diagnóstico fallido, o en un error del tratamiento, que en un elevado porcentaje son subsanables. Sino que más bien proceden de que el paciente es profesionalmente pobremente «entendido» en toda la dimensión y amplitud con que la enfermedad exige.
En esa relación profesional del médico y el enfermo hay «interferencias»
El caso más grave y lacerante en la confusión y quiebra de la relación médico-paciente lo constituye las demandas a la eutanasia. Son fallos colosales de la sanidad, que colocan al paciente en la trágica tesitura de utilizar al médico, quien más le podría ayudar en su enfermedad, en instrumento de propio exterminio personal como táctica de solución para liberarse de un padecimiento que considera insoportable, y totalmente privado del derecho que le asiste en todo momento de la buena y auténtica medicina que en ese momento pasa por la siempre eficaz actuación profesional de los Cuidados Paliativos.
La miopía y la sordera pueden padecerla también los profesionales de la sanidad, sobre todo cuando interpretan al paciente bajo esquemas rectores de grados de utilidad y grados de calidad de vida, o bien se dejan influir por ellos, alejándose de la verdadera y real medicina.