Todos los vecinos fueron al entierro
Luto, luto, lutos. Banderas a medio gas. Banderas con lacete negro. Regiones y personas desalentadas y renegridas en tul en los sentires de mi España, periodistas en franca apariencia del luto anglicano, todo y todos/as en lacrimosa dies illa tras los requetensayados pasos quedos de los partícipes en los fastos fúnebres por el óbito de la reina de las reinas, según dicen, la del país de los desdenes a Europa, y a quien fuere y cuando quisiere, que son íntimos del machote de la banda, el de allá en las Américas. Entre tanta gaita, la marca España. Que si el fugitivo metetérico —al vez por indicación— asistía o no, que si le pusieron en las exequias cercano al rey, su hijo. Las habituales chorradas de la comercial prensa. Las democráticas «¿explicaciones de qué?, ja, ja, ja», jeta bastarda ilimitada jodiendo la pretendida honesta labor del actual jefe del Estado y de la esposa de éste.
Carlos III, «reinaré con altruismo», es abucheado en uno de los cortejos por un joven británico, detenido al instante por alterar el orden público; libertad de expresión, libertad. Royal Ears se enrabieta en actos solemnes y multipúblicos urbi et orbe por nimias adversidades de la cosa, dentelleante tiburón tartaja que amaga con morder al ujier que tenga a boca. Normal. Amenaza al débil, va a lo fácil. Cuando veterano príncipe tuvo su escandalito de corrupción, faltaría más; realeza pura. Pues que el rey Charles se desvive ya por su ciudadanía, como hiciera mamá, y lo mismo viaja a apretar manos dignatarias a Gales que desfila revirado tras el féretro revestido y encoronado de la anterior regina, acompañado ahora de su hermano el pederasta, del otro hermano vividor, de su camisita y de su canesú; junto a ellos van los hijos del monarca, el menor, con recientes «memorias» y sus veinte millones de dólares para la buchaca por sus confesiones (¿memorias un infante?) —el pueblo, uy, respeta y considera—, manifiesta el recuerdo perenne de «la sonrisa de mi abuela». La pompa y la circunstancia.
Como todo monarca moderno y demócrata, siempre con el pueblo; magnanimidad sin parar
La corresponsal de prensa británica en Madrid aflora en melancolía y dicha ante la televisión española que la queen de los caballos, la de los cisnes y los perros, la reina de los bolsos negros estuvo siempre «en su sitio». Ora en su pisito de Balmoral, ora en el penthouse de Buckingham, ora en el apartamento de Holyrod House, o tal vez en el estudio de Windsor —de donde el nombre adoptado e impostado— por la familia real —que todo es falsear—, teutones y dánicos de origen devenidos en ingleses, en británicos, en universales másteres. Como todo monarca moderno y demócrata, siempre con el pueblo; magnanimidad sin par. Saluditos y sonrisas, lecturas en plurilingüe —dificultad extrema, ale hop—. Esfuerzos reconocidos por el populacho —a su entender y decir— con desmedida fruición en las más de las ocasiones; vamos a la Gran Bretaña, que es en lo que estamos. Populacho que acostumbra sobrevivir con un patrimonio escaso, cuando no paupérrimo, que aparca y hasta olvida sus pesares desde la emoción y la ovación en vista de los fastuosos y magníficos reyes, reinas, princesas y príncipes.
La sonrisa contagiosa y sardónica de Precious Pupp —Lindo Pulgoso—; la sonrisa de La Mona Lisa, con su sí pero no; la sonrisa hierática de las hienas. Che sarà, sarà. Ay, la sonrisa.
En cualquier caso, como a todo quisqui, ya nos lleva Dios de esta vida miserable. La paz sea, pues, en eterno descanso.